La Cafetería. SAMSARA

María no se percató del ruido de fondo hasta que el zumbido cesó. El molinillo de café había estado en funcionamiento desde hacía un buen rato. No se había dado cuenta de cuando se había puesto en marcha, pues estaba absorta escribiendo en su portátil. Pero al cesar el persistente rugido del aparato al triturar y moler los granos de café, se creó un abrupto silencio. De repente, las palabras de los que estaban allí, se volvieron nítidas. 

-Es que todos son iguales, siempre me pasa lo mismo- decía una de las chicas que estaban sentadas frente a ella. María, no pudo evitar haber escuchado su conversación. Eran dos chicas de mediana edad, ni tan jóvenes como para expresarse de manera excesivamente vehemente, ni tan maduras como para haber perdido la frescura de la juventud. Una de ellas, la que acababa de hablar, parecía la más mayor, vestía con camiseta de tirantes de color morado, y falda larga con volantes de varios colores. Como lavada y pintada a mano. Calzaba sandalias planas con tiras de cuero. Un aspecto un poco “New Age”. Llevaba el cabello rizado color claro. La otra vestía más standard, con ropa ejecutiva, blusa blanca, pantalón  gris oscuro de talle alto, y zapatos de tacón. Se la veía elegante con su cabello castaño oscuro y lacio. La primera seguía argumentando su descontento: -siempre me pasa lo mismo, con todos me pasa lo mismo. Te prometen esto y lo otro, y luego no se comprometen-. Se la veía triste y desesperada, enrabiada y a punto de llorar. 

Era obvio que hablaban de algún novio. De algún desamor reciente. María sonrió hacia sus adentros, al recordar sus propias experiencias. En algo se parecía a su propia historia, y le era familiar la escena que veía frente a ella. Dos amigas despotricando de su ex novio. Una sonrisa de compasión se dibujó en su bonito rostro.

El aroma del café invadía la sala. Las magdalenas, cruasanes, y otra bollería, creaba un delicioso conglomerado de olores. Ya no se permitía fumar dentro de los lugares públicos, lo que se agradecía, pues así los aromas eran mas auténticos. No había humo en el ambiente y eso también influía en el bienestar del local. Todo ello, muy a pesar de los fumadores, que ahora salían a la puerta a dar rienda suelta a su hábito, cada vez más perseguido y proscrito. La gente entraba y salía de la pequeña cafetería haciendo bullicio, y cuando la puerta de la calle se abría o cerraba, sonaba una campanilla, que se sumaba al ecléctico y encantador ambiente de la cafetería. La música ambiental sonaba flojito, de fondo, y se unía a la sinfonía del ambiente. Era una música de aires orientales, como de flauta y alguna percusión con toques étnicos. Muy agradable.


-Y va, y me dice que no quiere nada serio. Después de todo lo que he hecho yo por él. La cantidad de cosas que me he perdido por estar en su casa, cuidando de él. Y ahora él me deja porque dice que necesita libertad. ¡No hay derecho!- exclamaba la chica del pelo rizado. Los ojos enrojecidos, la mirada triste, y el gesto implorante. No había tocado aun la tarta de queso. Apartó de un manotazo una mosca que la incordiaba en ese momento. Era el vivo reflejo de la impotencia y el fracaso. Al menos ese era su aspecto y lo que transmitía con su postura.

Su amiga, la de cabello lacio, la observaba en silencio. Mantenía una mano sobre la taza de café, mientras en la otra apoyaba su cabeza. La escuchaba con cara de circunstancias, mientras fruncía los labios, enarcaba las cejas y cerraba los ojos, al tiempo que asentía con la cabeza de vez en cuando, como si entendiera perfectamente la frustración de su amiga. La conocía hacia tiempo, y la verdad es que no le extrañaba nada todo lo que estaba contando. No era la primera vez que algún novio la dejaba, y ya le había contado algún que otro amorío antes. La llamaba solo para explicarle sus penas. Para quejarse de sus parejas, o del trabajo. Ella se daba cuenta de que estaba haciendo un papel con su amiga, le decía que lo sentía, y que la entendía, pero en realidad, en lo mas profundo, pensaba que se lo merecía. Puesto que siempre estaba quejándose, y dando la tabarra a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla. Aunque por fuera pareciera que comprendía a su amiga, lo que realmente le gustaría decirle es que se dejara de tantas quejas, y fuera más positiva, y que no la llamara solo para lloriquearle. Mientras iba pensando estas cosas, para sus adentros, se dio cuenta que no prestaba atención a la quejica, que estaba ahí solo de cuerpo presente, y no estaba ya pendiente de lo que la otra iba vomitando. Se sentía una falsa.

Le hubiera gustado decirle: -por lo menos tu tienes tiempo para tener novio, yo no tengo tiempo ni de eso, porque me paso todo el día trabajando-. Se sintió harta de su amiga. Harta de sus quejas y su negatividad. Cansada de ser el pañuelo en el que su amiga vuelque sus lagrimas. Cansada de no tener vida propia, de trabajar demasiadas horas, y encima tener que aguantar el chaparrón de esa pesada, llorica y criticona. Pero no hizo nada. No dejó entrever sus pensamientos, siguió poniendo cara de circunstancias una vez más, mientras aquella "plasta" seguía vomitando resentimientos, tristeza, y culpa.

A todo esto, María las observaba discretamente, con serenidad, mirada franca y abierta, sin juicio. María saboreaba su taza de café. Podría decirse que ella sabia lo que estaba sucediendo entre las dos chicas. Notaba el enfado de una, y el aire ausente y con cierto fastidio de la otra. Le hubiera gustado dirigirse a ellas y a hablarles con calma, transmitirles la belleza y la alegría de la vida. Explicarles a una, que desde la queja difícilmente vivirá experiencias de dicha, y a la otra animarla a hablar desde el corazón, que esa es la mejor manera de ayudar a un amigo. Pero María prefirió ser discreta, lógicamente, no interrumpió la conversación de ambas amigas, no debía intervenir. Sencillamente cerró los ojos y puso la intención en enviarles mentalmente un fuerte deseo de amor y comprensión.

SAMSARA


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