Con cada paso se le clavaban en sus pies descalzos millones de agujas. Era como si
diminutos cristales penetraran su piel y su carne y le atravesaran provocándole un
calambre que le recorría desde los pies hasta su médula espinal. El agua estaba fría como el
hielo, y sentía que sus dedos estaban ya entumecidos. Además las plantas de sus pies las notaba tensas,
como a punto de romperse, de lacerarse. Pero era solo una sensación, porque sabía que
nada de eso iba a ocurrir.
Sus huellas quedaban marcadas a lo largo de la desierta playa, a veces borradas por las
propias olas que iban barriendo la estela que iba dejando al caminar, como si fuera el camino de
toda una vida, que a veces por el infortunio también era borrado y olvidado por alguna
ola purificadora.
Era muy temprano, pero el sol empezaba a calentarle tímidamente la parte posterior del
cuello, los hombros y la espalda. Caminaba sintiendo profundamente cada uno de sus
pasos, con la atención puesta solamente en ese mágico momento. Había salido pronto de
casa en un día normal de entre semana, mientras su pareja seguía durmiendo, al abrigo del
caluroso edredón. Era ese momento del año en que si te abrigas mucho sudas, y si te quitas
ropa pasas frío.
El rugir del mar y las olas era suave y dejaba escuchar el sonido de las aves marinas. Una
golondrina de mar chillaba a sus espaldas, con voz aguda, como si se estuviera riendo,
mientras pasaba veloz a ras de mar, entre las olas. No era la única persona que había
madrugado, pues pudo ver algún esforzado corredor a pocos metros en el paseo marítimo.
Aunque a ninguno se le había ocurrido la "locura" de meter sus pies en el agua en esa
mañana, fría aún, de primavera.
Su calzado deportivo iba dándole golpecitos en las caderas, pues las había atado por los
cordones y las llevaba colgando a modo de bandolera sobre uno de sus hombros. Los
pantalones de algodón los llevaba arremangados por la pernera. Como los pescadores.
Aunque estaban ya empapados hasta las rodillas, puesto que era imposible no mojarse. Sus
pies se hundían sobre la arena mojada y cuando los levantaba en el siguiente paso
salpicaba agua y arena sobre sus propias piernas.
Le encantó la experiencia, que no había planificado con anterioridad, y se dijo para sus
adentros, que volvería a repetirlo. Sentía la soledad del momento, las sensaciones que le
proporciona el momento presente. La ausencia de pensamientos que le proporcionaba sentir
el ligero pero penetrante dolor de sus pies. La frialdad del agua en contraste con el calor que su cuerpo
empezaba a sentir. La audacia, aunque pareciera baladí, de vivir esa experiencia en un día
normal de una vida normal, lo había convertido en algo extraordinario.
Se paró, cerró los ojos, sintió el dolor. Lo inspiró, tomando el aire desde su abdomen, y lo exhaló
largamente, con un suspiro lento, mientras abría los brazos a la vida, a los sentidos, a la
consciencia absoluta de formar parte de ese instante vivido, y que sabia no iba a poder
perpetuar. Así lo sintió y así lo grabo en sus memorias, sanando con seguridad muchos
momentos no tan presentes. Muchas instantes que nunca jamás volverán a ocurrir.
Abrió los ojos, feliz por saber, que a pesar de ello, aún tenía otra infinidad de experiencias
que vivir, infinidad de sensaciones que sentir. Y siguió caminando por la fría orilla del mar, por la efervescente rompiente de las olas de primavera...
SAMSARA