El mercado. SÁMSARA

El olor característico a mar salada era penetrante y le llevaba con claridad a sus recuerdos de infancia. Pasaba cerca del puesto de venta de pescado y pudo observar las sardinas en salazón, el rape, la merluza, calamares y otros pescados expuestos con armonioso orden, mientras los tenderos charlaban con sus clientas y despachaban sus mercancías.

Caminaba bajo la bóveda acristalada sujeta con sus nervios de acero, que se desplegaban a lo largo del lugar, como si fuera un bosque de árboles metálicos de líneas rectas y simétricas. Se orientaba entre los puestos y tenderetes del mercado, mirando aquí y allá. 

Veía desfilar las gentes a su alrededor, él estaba convencido de que cada una de esas personas era un complejo universo y se sorprendía a si mismo divagando y echando al vuelo su imaginación para construir historias que seguramente no tenían nada que ver con la realidad. O si ¿cómo podía saberlo?

Pasaba por la sección de charcutería y carne, con esas peculiares luces rosadas que intentaban dar un tono más apetitoso a los embutidos y filetes. No le hacía especial gracia ver las viandas, chorizos y piernas de jamón colgando del techo, en macabro espectáculo, más digno del terrorífico taller de algún Mr. Hyde de turno.

Pero las gentes hacían cola en ese mini matadero, aunque reconoció que, si bien el espectáculo no era muy agradable, sentía cierta atracción atávica al observar la escena y sintió un ligero retortijón de hambre al ver los jabugos de aspecto brillante y aceitoso. 

Meneó la cabeza para alejar las escenas escabrosas que se le venían a la mente al ver toda esa carne rojiza.

Era extraño sentir esa mezcla de repulsa y salivera. Por una lado imaginaba a los pobres animales desangrándose y huyendo del matarife y por otro lado recordaba el delicioso sabor de las barbacoas que había disfrutado entre vinos y champanes con familiares y amigos. 

Dándole vueltas a esos recuerdos y sensaciones entró en la zona de verduras y frutas. Eran preciosas todas esas naranjas, calabazas, tomates, coles, lechugas y zanahorias y muchas más verduras que se extendían como ejército formado en rigurosa revista. 

En el aire flotaba un aroma dulzón y de mohos. Mezcla de todos esos vegetales que se mantenían frescos gracias a la baja temperatura del mercado municipal. Era diciembre y hacía frío. Se arrebujó en su bufanda mientras aspiraba ese aroma más relajante que en la sección anterior. 

Berenjenas, alcachofas, castañas y setas. Todo bien presentado y bonito. Entraba por los ojos y le entraron ganas de comprar, pero no quería hacerlo porque estaba de paso y no le apetecía cargar con la compra hasta su casa.

Las verduleras, en efecto, gritaban más de la cuenta y una sonrisa se dibujó en su rostro. Es verdad, se dijo. El saber popular está lleno de tópicos bien ciertos. Unas mujeres más entradas en carnes, otras más delgadas, pero todas vistosas exhibían sus mercancías con esmero. Le encantaba visitar los mercados.

Esa maravillosa mezcla de sensaciones, olores y experiencias que tanto le hacían vibrar y sentir. Así se le manifestaba la vida, evocando recuerdos de su infancia, momentos y experiencias vividas y sueños aún por ocurrir. Se sentía pletórico y feliz observando todo ese mundo lleno de color, gentes y abastos.

Todo el mercado estaba adornado con motivos navideños y sonaban los clásicos villancicos de Navidad. Se descubrió a si mismo canturreando el Fum... fum... fum... dejandose llevar por el sonido emitido por los altavoces de sonido metálico que estaban repartidos a lo largo del enorme hangar.

Era casi Navidad y prácticamente no se había ni dado cuenta. Hace poco que acabó el verano, empezaron los primeros fríos del otoño y ya estábamos en pleno invierno. Hoy, un día 21 de diciembre, precisamente comenzaba la época hibernal, el momento en que el sol permanecía más alejado de nuestra madre tierra y también describía un arco diurno menor en el hemisferio norte. 

Pensó en sus amigos y familiares sudamericanos. Argentinos, colombianos, peruanos. Que suerte tenían de pasar una navidad en biquini. Se los imaginó y se puso contento con la idea de un Papá Nöel achicharrado por el calor tropical.

Paseando llegó a la zona de las chucherias y frutos secos, allí las guirnaldas y abetos de plástico de navidad señoreaban los puestos de golosinas. Monedas de oro de chocolate, caramelos con forma de bastón rojiblanco, polvorones y los riquísimos turrones. Sintió, ahora sí que si, cómo salivaba y se le licuaba la boca.

Ese fue el momento que eligió para girar sobre sus talones y marchar de allí. No sabía si podría soportar la tentación y zamparse alguna de esas ricuras tan golosas. Estaba en eterna dieta y no quería tener más sobrepeso del que debía. Aunque si por el hubiera sido se hubiera zampado alguno de esos alfajores o turrones de almendras.


Sin más, atravesó las puertas metálicas que cerraban el viejo mercado y se dirigió hacia la húmeda y oscura tarde, pues aunque solo eran las seis ya había anochecido. Se cubrió bien con su abrigo y se deslizó calle abajo entre el jolgorio de luces de la pequeña ciudad.
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La carretera. SÁMSARA

El sol entraba a través del cristal del parabrisas y provocaba sinuosos reflejos en el interior del vehículo. Las pequeñas motas de polvo tomaban relevancia al recibir el impacto de los rayos solares, y le gustaba observarlos por lo cotidiano de la experiencia, aunque sin perder la noción en tal fugaz detalle, puesto que debía prestar atención a la conducción.

Era uno de esos trayectos que tantas veces había hecho, en una carretera bien asfaltada y segura, aunque llena de largas curvas que tejían el recorrido entre las pequeñas montañas. Estaba desplazándose por una zona boscosa, ligeramente montañosa y su destino era la localidad donde vivían sus padres.

El simple acto de discurrir por esa carretera le conectaba con las sensaciones de amor hacia papá y mamá. Ambos eran personas mayores, pero gozaban de excelente salud. Además disfrutaba enormemente de charlar con ellos, pues la edad no había limitado su capacidad si no que, al contrario, la había aumentado. 

Se sentía feliz de ver cómo, al mismo tiempo de ir avanzando en edad, avanzaban en sabiduría, y deseó para si esa misma cualidad. Ojalá llegara a su edad con esa claridad y fortaleza, sentía gran admiración y orgullo por sus progenitores, así como gran fortuna por poder disfrutarlos. Aunque no fuera tanto como quisiera, pues sus obligaciones en su trabajo se lo impedían.

Las curvas en esa conocida carretera seguían transcurriendo provocándole una sensación de confort, mientras el sol penetraba y le calentaba los brazos, el pecho y la cara. ¡Suerte de sus gafas oscuras! Sino difícil sería seguir la trazada sin cerrar los ojos, con la tempranera luz sobre el cristal, impactando en sus retinas.

Se le hacia largo el trayecto, no por la hora y algo que tardaría, sino por la ligera impaciencia que sentía emerger en su interior. Sentía, más que imaginaba, el cálido olor del café con leche que le esperaba al llegar al hogar de sus padres. Sonreía para sus adentros mientras imaginaba el cálido recibimiento que iba a disfrutar, el abrazo amoroso y sincero, limpio, alegre e intenso. Disfrutaba pensando en la conversación que iba a haber, casi siempre siendo el foco de su atención.

¿Cuantas veces las personas disfrutamos de la atención de nuestros semejantes? Pues allí, sería yo quien recibiera ese baño de atenciones. Aunque debería ser al revés y siempre quería que fueran ellos los atendidos, pero acababa dejándose arrastrar por su cálida atención, su amoroso cuidado, su incondicional apoyo.

Nunca podría agradecerles tanto amor recibido, tantas caricias en forma de consejos, tanto apoyo también material. Por eso, cuando se acercaba el día de hacerles una visita, esa carretera se le hacía larga, precursora de momentos cálidos, curvas suaves sobre el gris asfalto, con el sol afuera sobre el cristal y el sordo sonido del motor del coche.

Con cada curva su cuerpo se inclinaba, se dejaba mecer. Curvas largas, amables, serenas. El traqueteo de la calzada, el rugir del motor, el calor ligero de la mañana de otoño lo acunaban. No se dormía, estaba totalmente alerta, pero se dejaba llevar por la sutil sensación de estar realizando un viaje al encuentro de sus raíces. Otros vehículos circulaban, en mansa procesión, ajenos a su momento de ilusión contenida, de enigma mágico a punto de resolverse. Atención plena al instante momentáneo.

Ya estaba llegando, una sonrisa amplia se dibujó en su boca, solo de pensarlo.

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La Sacudida. SÁMSARA

Una oleada imparable le recorría desde la coronilla hasta los pies. Sentía como su vello se le erizaba sin poder evitarlo y una sensación agradable recorría su cuerpo. Sintió como toda su estructura ósea y muscular se distendía y un crujir profundo se dilataba en todo su ser.

El esternón se estiró y su pecho se abrió mientras sentía como una descarga de alguna especie de energía penetraba en su ser, provocando oleadas cálidas y profundas que le recorrían desde el plexo solar, en el centro de su pecho, hasta su cabeza y extremidades. Era como una explosión que irradiaba por todo su cuerpo.

Esa sensación se adueñaba de ella desde la superficie de su piel y penetraba hacia las capas más profundas de su ser. Hacia adentro. Sentía toda esa energía recorrer su cuerpo provocando sensaciones de color diamante cristalino. No podía verlo con sus ojos porque había poca luz, pero lo veía de alguna otra forma no física difícil de explicar.

Por su ventana solo entraba la luz proveniente de un cielo estrellado con un gajo de luna recortado sobre un cielo negro acerado, límpido y sin nubes. Fresco y despejado. Serían las cuatro y algo de la madrugada y justo se había despertado abriendo los ojos de par en par en la clara oscuridad de su dormitorio.

Se dejó llevar por el ímpetu de esa especie de carga energética, disfrutando de las apagadas sensaciones. Era cómo recibir de repente una gran dosis de amor, proporcionado por una fuerza fraternal invisible, que la acunaba y acariciaba con mimo y delicadeza. No era nada de índole sexual, aunque sentía un placer eterno e indescriptible.

Su pareja se movió a su lado en la cama, escuchó su respiración tranquila y se preguntó si estaría notando lo mismo que ella. Pero dedujo que estaba dormido.

Se preguntó sobre cual sería el origen de esa extraña sensación que la mecía. Al instante le vino a la mente la imagen del cielo infinito, del espacio más allá. Le vinieron a la mente la imagen de seres celestiales incorpóreos, como de otra civilización no física. Quedó un poco aturdida por ese loco pensamiento. Ella era una persona racional. Pero la idea se grabó en su mente como una posibilidad real.


Y entonces se abandonó a la posibilidad, a esa sacudida de energía desconocida, limpia y fuerte, sosegada y armoniosa que la invadió con más fuerza. Dejó su mente en blanco sólo para sentirla sin ambages, para disfrutarla sin preguntas. Y la sacudida le encantó. La corriente la invadió y una fuerza increíble la penetró hasta el fondo de su ser. Hasta el último rincón de su alma.

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El loco. SÁMSARA

Sus puños se cerraron mientras las puntas de sus dedos, enroscados como el caparazón de un caracol, se le clavaban en la palma de su mano. Una corriente de satisfacción y entusiasmo le recorría sus brazos hasta llegarle a su pecho, era una especie de alegría incontrolable.

Se puso a dar saltos como un crío mientras agitaba sus brazos en el aire, haciendo aspavientos desmesurados. Empezó a gritar de forma convulsa palabras de afirmación y animo. No se daba cuenta de lo que sucedía en su alrededor, solo de su sensación creciente e incontrolable de entusiasmo y dicha.


Bailaba al ritmo de una música interior, que solo él escuchaba, mientras bajaba por la pendiente dando saltitos de alegría. Era una locura.

Se dejó llevar por la placentera sensación. Era como un cosquilleo que le subía desde la base de su abdomen hasta su garganta. Un cosquilleo que crecía de modo cálido y expansivo desde su perineo hasta su coronilla, la disfrutó sin reparos y la experimentó deleitándose en la excitante sensación.

Su cara dibujaba una sonrisa enajenada, como si estuviera en otra dimensión y sus ojos entrecerrados se movían inquietos en todas direcciones. Sus pupilas dilatadas hubieran asustado a cualquiera que se hubiera acercado lo suficiente como para verlas.

Le hubiera encantado compartir con alguien su dicha pero las personas que se cruzaban en su camino no parecían interesarse por él. Pasaban por su lado con sus vidas grises a cuestas y la mirada baja. Los  pocos que lo miraban expresaban su extrañeza frunciendo el ceño y desviando la mirada, como si estuvieran viendo un enajenado, un pobre diablo loco.

Pero él tenía motivos para sentirse eufórico, tenía motivos para sentir esa plenitud que lo embargaba. Era una emoción profunda que se había adueñado de él y no podía ni quería desembarazarse de ella. Se había dado cuenta de una comprensión trascendente sobre su vida. Así, de repente y sin más, había caído en la cuenta de que él era un dios creador.

Le sobrevino ese entendimiento mientras paseaba por las calles de su ciudad, no hubo ningún hecho que lo motivara ni lo propiciara. Sencillamente ocurrió.

Se había dado cuenta de que no dependía de nada ni de nadie para vivir una experiencia de alegría y expansión.

Nada más darse cuenta de algo tan simple, empezó a sentir una alegría interna como nunca antes había sentido. Es como si una corriente de doscientos mil voltios recorriera su cuerpo. Y se dejó llevar por esa intensa sensación de entusiasmo por la vida. De euforia por el simple hecho de ocupar un lugar en el mundo.

Había tenido tan cerca de si, esa reflexión, que jamás hubiera imaginado que era la clave de su vida. El gran engaño al que se había sometido durante toda su vida.

Y ahora, de repente, sin siquiera pensarlo, lo entendía todo, y permitió que la emoción le embargara todo su cuerpo. Por fin había entendido que el ser humano no depende de nada, ni de nadie, para ser feliz. Para sentir un estado interno de gozo y alegría. Ebrio de amor.

Y se sintió libre y saltó. Y bailó. Y sonrió a quién por su lado pasó. Y como loco de alegría, calle abajo, corrió.

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El chucho. SÁMSARA

No sabía cuanto tiempo llevaba ladrando. De hecho, no se había dado cuenta de que estaba haciéndolo hasta que unas ligeras cosquillitas en su nariz lo sacaron de su ensimismamiento. 

Ahuyentó con un movimiento involuntario de su mano derecha al posible insecto y fue cuando se percató de que un perro del vecindario estaba ladrando. Insistentemente. Pareciera que estuviera poniendo todo su ser en ese ladrido agudo y persistente. 

De nuevo sintió el cosquilleo que le producían las diminutas patitas al trotar por su sensible piel. Supuso que sería una mosca. Extremo que confirmó al oír su seseante zumbido, cuando volvió a espantarla con su mano. Exhaló un suspiro de aburrimiento.

Abajo, en la calle, el indignado can, continuaba empeñado en demostrar su fiera determinación a quién osara dudar de su amenazadora figura, aunque por la tonalidad quisquillosa y lo repetido de sus ladridos, diríase que se trataba de un perro faldero. De esos nerviosos y asustadizos, de ojos saltones.

Finalmente abrió los ojos. No podía concentrarse. Había querido meditar unos minutos, pero su intención había quedado interrumpida. A pesar de los inconvenientes le parecía que había estado en actitud meditativa un buen rato. Había superado el calor del ambiente y pudo retirar su consciencia a un lugar profundo de su ser. 

Permaneció un tiempo indefinido hasta que involuntariamente una pequeña distracción lo llevo a sentir aquel insecto y a darle un manotazo. Le pareció curioso no haber advertido durante su meditación la presencia de los ladridos del perro enojoso y enojado y si haber sentido la presencia de la mosca en su nariz. Cosas raras de la práctica meditativa en la que poco a poco se iba introduciendo.

Meditar era prestar atención absoluta a su cuerpo, a las sensaciones que permanecen y luego se amortiguan. Es volcar el interés en si mismo, en cómo se siente uno, en aspectos como qué temperatura hay, qué sostiene tu cuerpo, qué sonidos te rodean, e ir dejando pasar las cosas concretas como son tus propios pensamientos. Perderse poco a poco en la profundidad de tu consciencia, hasta llegar a un punto de no experimentar nada. Sólo la quietud. El equilibrio. La paz.

Esos momentos son solo instantes, pero perduran en tu recuerdo mucho más allá. A veces, cuando la vida ajetreada lo sacudía fuerte, evocaba esos momentos sagrados de quietud espiritual. Se había habituado a meditar con cierta regularidad, casi a diario y hoy como era pleno verano había decidido hacerlo en su terraza.

Hasta que su consciencia lo llevo al inoportuno perrito chillón. Viendo que su sesión de hoy no podría continuar decidió dedicarse a su actividad preferída. La "dolze fare niente". No era bien, bien meditar, pero permanecer relajado y no hacer nada, cuando el calor aprieta le parecía una actividad fantástica.

El perro seguía empeñado, allá abajo, en demostrar su inquebrantable tesón. Ladraba más fuerte, más chillón y más rápido. O eso le pareció. Menudo energúmeno. Quiso levantarse y asomarse a la terraza a ver que era lo que excitaba tanto al pequeño cánido pendenciero, pero su laxitud y vagancia se lo impidió. En pleno verano, cuanto menos esfuerzo, mejor.

Se sintió exangüe y se abandonó a la pereza. No se iba a levantar para ver qué pasaba. No pareciera muy interesante ver a qué o a quién ladraba ese pequeño cabronzuelo. Y a pesar del ruido y el follón y la curiosidad que sentía por saber que indignaba tanto al chucho, siguió sentado en su cojín de meditar, abandonado al no hacer nada, sano deporte estival, que tanto le apetecía.

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El trayecto. SÁMSARA

El reflejo del cristal le devolvía la imagen. Los veia gesticular y sentía los ademanes ostentosos del hombre junto a ella. Las dos mujeres que acompañaban al hombre también gesticulaban y hablaban con voz fuerte. ¡Le estaban amargando el trayecto!

Subió al tren como tantos otros días, con su música relajante en sus auriculares. Era una forma de aislarse del entorno y no sentir las incomodidades del trayecto de forma tan intensa. Así con esa música dulce, u otras veces con música para bailar, pretendía no vivir la incómoda experiencia de un trayecto de poco menos de una hora.

Generalmente buscaba un sitio cómodo, apartado del bullicio y donde pudiera estirar las piernas y le importunaran lo mínimo posible. Pero ese día no fue posible. 

Por el motivo que fuera el tren iba bastante lleno. Gente vestidos de playa, con ropa vulgar, algún que otro mendigo pedigüeño o vendedores de pañuelos con mensajes lacrimosos escritos con faltas de ortografía impostadas, demasiado exageradas para ser ciertas.

Consiguió sentarse en un lugar donde nadie se había sentado aún y eligió el que le pareció mejor, aunque en su mente no aparecía la posibilidad de lo que iba a ocurrir. No por improbable, si no por inmerecido. Como si eso no pudiera pasarle a ella.

Nada más sentarse tres personas se sentaron en los otros asientos vacíos que la rodeaban. Un hombre de unos sesenta años, una mujer joven de unos veinte y otra cercana a la cincuentena. Aunque sus edades no podían asegurarse. Iban vestidos con ropa barata de mercadillo y hablaban elevando la voz considerablemente. 

El hombre era de tez morena, calvo en la frente y con pelo cano y largo hasta la nuca. Hablaba fuerte gesticulando, explicando sus argumentos con una seguridad histriónica, como si no le importara lo que ocurriera a su alrededor. Quizás al contrario, pareciera que todos debieran estar interesados por lo que él pudiera decir, puesto que el tono de su vozarrón era imposible de no escucharse.

Ella instintivamente subió el volumen de su smartphone para intentar así no escuchar las bravatas del individuo, que además sentía junto a ella, por la proximidad inevitable, debido a los aspavientos que se deba. Pareciera que si ése hombre llegara a presidente del gobierno, podría arreglar el país. 

Lo observaba desde el reflejo del cristal del vagón, ya que no se atrevía a mirarlo, no fuera que se le contagiara algo de esas formas zafias con las que el personaje se expresaba. Miró a las dos mujeres que lo acompañaban, la más joven frente a él, la más mayor frente a ella. Pareciera que le seguían el cuento y reían también con exageración las chanzas y comentarios del individuo. 

La ropa de ellas era de igual calidad de las de él. Parecían del mercadillo, lo peor. No eran pobres, no lo parecían, pues tenían joyas vistosas e incluso un bolso de marca. De tez morena por el sol del verano, cuerpos abultados, excesivos y sin complejos. Hasta la chica joven lucia unos pechos y nalgas considerables. No trataban ser de ninguna etnia ni región en particular, eran solo gentes sencillas, de educación escasa y comportamiento llano.
Pero a ella le molestaban. Algo se desencajaba dentro de su persona. Maldecía su mala suerte para sus adentros. Con el calor que hacía, lo pesado que era ir en el tren y encima esa gente alrededor suyo. Se sentía realmente incomoda y tensa, además no había forma de zafarse de la situación puesto que el resto de asientos se había ido llenando en el trayecto que ya habían ido recorriendo.

Si un observador hubiera evaluado la escena se hubiera tronchado de risa. Ahí estaban las tres personas, hablando, gesticulando y disfrutando de sus propias ocurrencias y ella, pequeña y encogida, tratando de ausentarse de su lugar y su momento.

De repente, se creó un silencio. Sus compañeros de asiento, por la razón que fuese, coincidieron en permanecer quietos y callados. Sintió un alivio en su interior. Pensó en que si permanecieran así cayados, su trayecto sería más llevadero. En ese instante, tomó aire profundamente y lo expulsó largamente sintiendo el sosiego en su corazón. Un momento de respiro. De paz. 

Al instante, las chanzas, aspavientos y voces de sus acompañantes volvieron de nuevo a su realidad. ¡Que poco había durado la tranquilidad! Y entonces, lo comprendió. La paz no estaba ahí afuera en su entorno. La serenidad no estaba en unos compañeros más guapos y más educados. 

Ella comprendió de repente que esa situación que estaba viviendo y que tanto la estaba fastidiando era una situación perfecta para darse cuenta que la calma que ella ansiaba no se encontraba en los hechos que la rodeaban. No podía supeditar su felicidad a un trayecto más o menos incómodo. Dándose cuenta de eso cerró los ojos y accedió al tesoro que permanecía en su alma. Al lugar aquel que acudía cuando las cosas no iban bien.

Y conectó. Conectó con la comprensión y el perdón que necesitaba. Esas gentes estaban ahí para recordarle que su felicidad no estaba ahí afuera si no en un lugar dentro de su corazón. 

Ya no quiso cambiar la situación, ya no quiso que sus molestos vecinos se fueran, solo quiso entrar en su rincón mágico para sentir la plenitud de ese instante presente que nunca más volvería a ocurrir. Esa oportunidad única que la vida le brindaba para encontrar y experimentar lo mejor de sí misma.

En ese momento se dio cuenta de que, como por arte de magia, las personas ya no estaban allí. ¿Cuanto tiempo hacía que no estaban allí? Por la parada en la que ahora el tren se encontraba, podían hacer ya un buen rato que se habían marchado. Se sintió maravillada al comprender lo que había ocurrido.

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El vacío. SÁMSARA

Hacía todo lo posible por taparlo. De manera inconsciente inventaba mil maneras de no percatarse de eso. Procuraba encontrar fórmulas diversas de no adentrarse en él. Cualquier novedad en sus circunstancias le servía para evadirse de esa sensación. Él sabía que había algo en su interior que estaba desnudo, sin cubrir. Una sensación que desde siempre había estado evitando.
Era como un vacío en su interior. Un vacío que le causaba incomodidad, un hueco profundo sin fin aparente. Una sensación de ahogo, una falta de respiración, algo cercano a la falta de vida. A veces se había asomado al borde de ese hueco y una sensación de vértigo se había apoderado de él con solo mirarlo, ni mucho menos se había atrevido a adentrarse en ese vacío. No fuera que... aunque realmente no sabía que pasaría si un día se dejaba ir llevado por el magnetismo de ese vacío.

Antes que hacer eso prefería escuchar la radio, leer libros o ver vídeos por YouTube. Cualquier cosa antes que acercarse a ese vacío. Le encantaba escuchar música y a lo largo de su vida se había convertido en un melomano. Si salía a hacer ejercicio, a correr o en bicicleta de montaña siempre lo hacía con sus auriculares y música motivadora. Si caminaba por el bosque se acompañaba de algún audio. Si realizaba tareas monótonas, de cuidados en el jardín o la casa, las amenizaba con alguna entrevista grabada.

El caso era no acercarse a ese hueco. Ese vacío latente. Ese espacio sin aire, desconocido y gris que él sabía que moraba en su ser. Se dio cuenta que no solo hacia esas pequeñas tretas si no que muchas de las cosas que había realizado en su vida obedecían a ese mantra interno que lo mantenía alejado de esa oquedad suya. Desde bien pequeñito había necesitado vivir de forma intensa. De vivir emociones contrapuestas y de generar ilusiones que lo mantuvieran alejado de ese precipicio interior.

Experiencias vitales, relaciones tempestuosas, circunstancias intensas le ayudaban a distraerse de eso. Fiestas nocturnas, deportes de riesgo, amistades variopintas le servían de tapadera, de anestesia vital para cubrir su desnudez profunda. Tenía una mente dispersa, se distraía con facilidad y cualquier cosa le servía para alejarse de ese hueco.

Pero, no sabía porqué, ahora estaba cansado de todo eso y su mirada interior lo llevó a las inmediaciones de ese vacío. Y decidió acercarse a él. Decidió vivir esa experiencia, la que había querido evitar siempre. Decidió conocer ese espacio interior, vácuo, etéreo, incorpóreo, pero que se manifestaba en constantes intentos de eludirlo. Quiso conocer esa experiencia.

Hizo las principales tareas del día y se dispuso a encontrar un momento de calma. Se sentó en su lugar preferido y cerró los ojos. Empezó a calmar su mente y a buscar en su interior esa zona cercana al vacío. Pero ahora no aparecía con facilidad. Evocó mentalmente esa sensación y apareció algo parecido, una versión desdibujada que sabía no era la real. Era como asomarse a una tristeza, a una melancolía sin brillo, ausente, lejana y gris. Permaneció un buen rato alerta a esas sensaciones. Escuchando y observando su interior.

Esa no era la sensación real de la que había huido siempre, pero se le parecía. Sintió que sencillamente formaba parte de él. Pero precisamente cuando le prestaba atención, por fin, después de una vida de eludirla, ahora se le presentaba esquiva. Escurridiza. Pero no le importó. Siguió escuchándose, dejando que sus sensaciones señorearan su consciencia, con el convencimiento de que el día menos pensado podría asomarse a ese lugar. Caminar por esa zona de exclusión, ese espacio desconocido. 

No sería hoy. Tampoco sabía cuando sería. Pero ahora se sentía preparado. Algo había cambiado en su ser que lo haría permanecer atento a cualquier sensación que apareciera en su estado personal. Sentía la firme decisión de conocer quién era realmente, qué formaba su ser, de qué estaba hecho ese hueco al que siempre había dado la espalda.

SÁMSARA



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Los amigos. SÁMSARA

Su mirada estaba perdida en el fondo del plato. Sentía un vacío, ausente de sensaciones, absorto en la nada. Un ruido de cubiertos, el metal chirriando sobre la loza, lo sacó de ese mini trance. Se sorprendió a si mismo inhalando aire por la nariz y dejando ir un largo soplido por la boca.

Miró alrededor suyo y los vio charlando, con los carrillos llenos, riendo y mirándose ansiosamente unos a otros. Observó cómo se establecía un juego en el que nadie ganaba. Había una corriente telúrica que los unía a todos pero que nadie percibía. Ni siquiera él que estaba alerta y consciente de ese movimiento.

Unos explicaban de forma grandilocuente las últimas noticias financieras del momento, con aires de conocer y saber más que nadie sobre ese tema, como si los designios del movimiento socio político y económico estuviera sustentado en esa mesa alargada llena de platos, comida, cubiertos y vino.

Si otros no podían argumentar lo contrario o apoyar la corriente de opinión reinante, quedaban rezagados de la conversación, como a él mismo le estaba pasando.

También la conversación derivaba hacia chismorreos sobre personas conocidas, justo los que ese día no habían podido acudir. Si te perdías alguna de esas cenas estabas sentenciado, probablemente. Se juzgaba sin defensa posible a amigos y conocidos de forma jocosa e incluso alarmista en algunos casos.

Otras veces la conversación derivaba a los trabajos de los más ilustres componentes de esa mesa, explicando conocidos y aburridos chances sobre éste o aquél tema. Todo sumado, cogia un aroma de naftalina pringosa que se apoderaba de su persona. Y él aún no había descubierto cómo zafarse de eso, cómo proveer a esas cenas de un sentido más elevado.

Su estado de ánimo era consecuencia de esa frustración contenida que sentía hacia su grupo de amigos. ¿Amigos? Se sorprendió preguntándose en lo profundo de su mente. Eran un grupo de personas con anhelos tan dispares, que ya no los reconocía como propios. Ya no los vivía con la intensidad que un verdadero amigo mereciera. Y eso hacia ya años que lo tenía carcomido. La culpa se apoderaba de su nterior, al mismo tiempo que el rechazo por su grupo.

No tenía respuestas a cómo debía comportarse. Permanecía callado, distante, fuera del grupo. Sintiendo un mar de emociones en su interior. Mar oscuro y tenebroso, mal oliente por un ambiente estancado y enrarecido. Todo esas emociones lo habían sumido en ese silencio ausente, instantes antes de que el chirrido de la loza y el tenedor le sacara de su ensimismamiento.

(imagen de la serie Los Soprano)

Cada vez que los veía sentía la alegría en el fondo de su corazón. Sentía como danzaba en su interior un baile de mariposas al sentirse en pertenencia al grupo. Abrazos, saludos, apretones de manos cariñosos y palmadas en el hombro sinceras. Una armonía que permanecía más en el deseo que en lo acontecido. 

Poco a poco la camaradería, la alegría por los años y experiencias compartidas, iban dando paso a la desilusión. A la desazón profunda que le provocaba sentirse ausente. Sentirse fuera de allí. A la comprobación fehaciente de que ya no pertenecía al clan. Al grupo. Los chicos iban hacia un lado y él hacia el otro. O quizás era él quien se marchaba por otros lares, mientras ellos permanecían en ese punto. No lo sabía, no tenía certezas, ni respuestas. Solo un enorme vacío en sus entrañas.

Los miro y observó. Una imagen en movimiento, sin sonido. Como si estuvieran lejos. Los miro uno a uno. Sus amigos. Un grupo de desconocidos que bailaban en torno a sus propios personajes. Un maremagno de egos danzando en torno a ídolos falsos. Y él allí en medio. Sólo, triste, con culpa y pesar, acercando a sus labios el siguiente bocado, que ni degustó, ni sintió, ni pudo prestar atención a su aroma, porque solo le llenaba el tremendo hueco que sentía en su interior.

SAMSARA
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El dinero. SÁMSARA

Sentía un nudo en sus tripas. Era como si algo la atenazara en su estómago, como si una pinza grande e invisible le apretara en lo profundo de sus entrañas. Y la retorciera. Y giraran esas tenazas un cuarto de vuelta más, generando una sensación molesta y tirante, creando un vacío en su interior. Una sensación extraña y rara. Difícil de explicar.

No era la primera vez que la sentía, pero ahora esa borrosa sensación señoreaba en su interior, y se adueñaba de sus sentidos. Era horroroso, y no quería abandonarse a esa tortura. 

Todo pasó cuando recibió un aviso de su banco. Le habían enviado un mensaje por el teléfono móvil, avisándole de que tenía un descubierto en su cuenta. En cuanto dispuso de un momento, incrédula, accedió a su estracto bancario a través del propio teléfono móvil y vio que si, que tenía números rojos, y no era una pequeña cantidad, si no un buen pellizco.

Sintió ese vacío que había sentido tantas veces, y cómo esa mano oculta se entretenía torturando su estómago. Pensó en las reiteradas veces que le había pasado eso y entonces, se abandonó a sus sensaciones. Esta vez no "taparía" su emoción, echando tierra encima, ni echando la culpa fuera, ni cambiando de tema. Esta vez se dejaría llevar y sentir eso dolor punzante y retorcido que crecía en su interior.

Y lo hizo. Dejó lo que estaba haciendo para sentir. Para sentir la desesperanza, el enfado, la rabia por seguir en la misma situación mes tras mes. Sintió como subía desde su interior el volcán de las emociones, el enojo y el enfado porque la vida la castigaba tan duro ¿Que mierda podrida estaba sucediendo que siempre le pasaba lo mismo?

Ese ardor que siguió después de que las tenazas invisibles retorcieran sus entrañas le subió desde la boca del estomago por todo su pecho como si fuera la lava de un volcán, y la dejó subir. Sintió el calor del enfado, del cabreo. La rabia que le sacudía su ser, el calor explotando en su garganta, sus uñas clavándose en la palma de sus manos al apretar sus puños, tensando la piel del dorso y poniendo lívidos sus nudillos.

Un grito empezó a formarse dentro de su ser, y esta vez no le puso freno y lo dejó ir. Es más, lo acompañó afuera, lo empujó con toda su fuerza y gritó. Gritó enfurecida, fruto de la rabia que sentía, del profundo enfado que discurría por todo su sistema, era como si el volcán erupcionara y la lava roja saliera al exterior en un grito profundo, áspero, mugriento y negro por lo profundo, por lo antiguo de su deseperacion.

Sintió rompérsele la garganta, sintió otra oleada de azul de tristeza, y también la dejó ir, también la acompaño fuera de si, y lloró, lloró como hacía tiempo que no lloraba. Sin lamentos, solo una tristeza antigua que brotaba de su alma. Saltó la tapa que contenía toda su fracaso, torrente de lágrimas azules, que limpiaron su ser, que clamaban salir, como la pus de una herida vieja. Lloró sola, sin amargura, liberada por años de contencion, de inconvenientes, dificultades en su vida, de frustración vital. Lloró por sueños rotos, lloró en un mar salino y amargo, hasta que no pudo más. 

Y se sintió liberada. Los ojos inflados, la nariz moqueando, el alma rota. Pero sintió como si un arco iris se formara en su corazón. Intuía que el sol siempre estaba ahí y que sale cada día, después de las largas, tenebrosas y oscuras noches. Sintió que ahora el sol podría calentar su cuerpo, se había liberado y se estaba preparando para recibirlo.

Se había quedado vacía, como cuando te levantas de una larga siesta, desorientada, con la cabeza embotada, pero el corazón fresco. Miró por la ventana y si, el sol estaba ahí. Sintió el confort, el abrazo que le regalaba, la esperanza de que sucediera lo que sucediera se tenía a ella misma y a su propio ser.

SÁMSARA



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El Amanecer. SÁMSARA

El fondo interior de sus párpados cogía un tono de color melocotón cuando, aún con los ojos cerrados, hacía el ejercicio vano de intentar ver algo. Se había sentado en una posición parecida a la del loto sobre un cojín, para no lastimarse los tobillos, mientras el sol de la mañana calentaba tímidamente su cuerpo. 

Sentía el calor en sus mejillas, en su cabeza despeinada, y en contraste sentia el frescor del amanecer en su cuerpo. Era una mañana de primavera, los huesos y los músculos aún entumecidos por el reciente periodo de sueño. Estaba sentado en el jardín, con su columna recta, descansando sobre sus caderas, los músculos distendidos y en actitud introspectiva.

Poco a poco el confortante y anaranjado calor del sol matutino empezó a invadirlo. Una modorra placentera se iba apoderando de él, mientras sentía un

ligero cosquilleo en la base de la pélvis. Una ligera vibración en su períneo que le llamó la atención y en la que posó su conciencia. Dejó ocurrir esa sensación, no le puso reparo y la observó. 

El caso es que esa sensación era conocida, aún sin saber de qué o de cuando. Se dejó llevar y sintió como esa casi imperceptible sensación de calambre placentero se apoderaba de la base de su cuerpo. El color anaranjado que veía en la pantalla interior que formaban sus ojos cerrados se fue transformando, en un momento dado; en colores más fríos, entre azul índigo y morado. Empezó a ver esas formas y luces interiores girar sobre sí mismas.

La vibración siguió creciendo en su interior y empezó a subir por su erguida columna, mientras sentía el paulatino aumento del calor que le ofrecía el disco solar que iba emergiendo con decisión desde la raya del infinito. A la sensación de calor y placer se le sumó el canto de algunos pájaros que saludaban la mañana primaveral con alegría. 

Oía el revolotear de sus alas, sentía su presencia por los gorgoritos que emitían, mientras unos parloteaban, por allí cerca, en su idioma "pajaril" otros desde más allá le contestaban. Era una comunión de cantos. Él pensó si serían verderoles, o serían jilgueros. Quizás el típico cantar del mirlo en las mañanas, cuando amanecía, precursor del buen tiempo. Sintió una sonrisa interior. 

Una punzada de hambre lo distrajo de su ensueño. Era un leve retortijón en el interior de su estómago. Una sensación conocida que lo alertaba avisándolo de que ya era hora de desayunar. Y aunque esa sensación lo distrajo, intentó no prestarle atencion. Puso todo su interés en la sensación que ahora invadía su ser, el aire fresco en contraste con la piel caliente de su rostro ruborizado por el sol. La temperatura de su ropa bañada por el mismo calor de ese sol y la sensación de amodorramiento. 

Notó el zumbido de un insecto y el leve cosquilleo al posarse en su frente. Lo sintió caminar por su piel y no pudo evitar lanzarle un manotazo para ahuyentarlo. Ese gesto lo distrajo finalmente de su estado casi de trance. Al abrir los ojos pudo ver una preciosa abubilla posada frente a la rama de un árbol cercano, con su cresta iridiscente y su brillante plumaje de colores y motas. El ave lo miro con ojillos asustadizos y al instante y de un salto, emprendió el vuelo.

La vio alejarse velozmente en vuelo raso primero, y elevándose enseguida hacia el bosquecito de enfrente. Tal como vio alejarse al bonito pájaro, un vacío se generó en su interior. Era como si el vuelo del ave hubiera marcado el final de un tempo silencioso. Se quedó mirando ensimismado el bosquecillo colindante, hasta que desperezándose lentamente, dió por finalizado ese momento de encuentro consigo mismo. Ese momento de encuentro con su ser.



SÁMSARA
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El Sofá. SÁMSARA

Dejó caer todo su peso sobre el mullido cojín del sofá, con la seguridad de que éste lo recibiría sin rechistar. De hecho en ningún momento se le había ocurrido la idea de que eso no fuera a ser así. Había realizado ese gesto cientos de veces, quizá miles.

Generalmente llegaba al área del salón donde se hallaba la televisión, daba un último paso que lo llevaba a plantarse entre la mesita auxiliar y su querido sillón y con un calculado e imperceptible giro de tobillo generaba una ligera oscilación que le permitía caer en rápido vuelo raso hasta las profundidades aterciopeladas del cojín que tantas y tantas veces lo había recibido. 

El sofá soportaba todo su peso, sin posibilidad de réplica ni opción de defensa ante el impetuoso devenir de las circunstancias, siendo éstas, en este caso: el peso de su culo.

Jamás se hubiera podido plantear que ese tan suyo y automático gesto fuese posible ponerse en entredicho, pues aplicaba como muy propio el pleno derecho de someter a su inconsciente voluntad, al inerte objeto que lo acogía de modo tan sumiso.

Pero aquel día, mientras aún no había completado tan mecánica maniobra, mientras volaba a escasos centímetros de su confortable y mullido objetivo, tuvo un pensamiento de lucidez. Fue como un repentino flash de consciencia. Se vio a si mismo realizando ese salto mortal sin red que lo lanzaba por unos instantes al vacío y prestó atención al inminente momento del suave e inevitable aterrizaje.

Y llegando con sus sentidos alerta al momento del previsible impacto y tomando absoluta consciencia del momento que estaba viviendo. Sintió la oleada de placer que ascendía desde sus nalgas hasta su espinal dorsal para transmitirse hacia su mente en oleada casi erótica provocada por la liberación que en su neurología se generó al saberse recibido en toda su humanidad. 

Era como una liberación poder observar cómo llegaba ese instante tan cotidiano, hoy, tan lúcido.

Un suspiro profundo de satisfacción surgió desde lo mas profundo de su interior, antesala del descanso posterior a la intensa actividad del día casi ya consumido.

Una vez más su rincón favorito acogía al exhausto guerrero. Su sofá querido de nuevo se dispuso a abrazarlo y a sostenerlo sin rechistar. Él había cumplido con sus tareas, había trabajado duro, luchado por sus objetivos y ahora era el momento de volver a exhalar un plácido suspiro liberador de la tensión acumulada.

La única cosa que estaba sucediendo diferente al resto de cientos, quizás miles de ocasiones, es que ahora se estaba dando cuenta de que ese cotidiano momento, estaba ahí para él, para su uso y disfrute.

Se dispuso a experimentarlo sin limitaciones. Estiró las piernas, mientras sentía como la energía atorada se liberaba en direccion a sus extremidades. Abrió sus brazos en cruz, acompañando el gesto con un inmenso bostezo que intensificó lanzando un lánguido gruñido de placer.

Como tantas veces, fijó su mirada en el mando de la tele y alargó la mano con la intención capturadora de hacerse con él, como si de un trofeo se tratara. Se disponía a mover los dedos en precisa combinación con el propósito no consciente de buscar su canal preferido. 

Esta vez, sin embargo, no acabó de realizar el gesto. Algo en su interior lo paró. Ahora estaba consciente de sus automáticos movimientos, y se dispuso a permanecer quieto. En intensa observación del NO hacer nada. 

Respiró hondo y observó su tan familiar entorno. Su vista recorrió los objetos que lo envolvían. No eran muchos, el salón de su casa no estaba especialmente abigarrado de muebles ni adornos, por lo que no le fue difícil pasearse visualmente por su entorno. 

El silencio era intenso, la percepción de sus sentidos se hizo aguda, su consciencia del momento cobró intensidad.

Experimentó un momento mágico de silencio allá donde debiera haber ruido, un momento mágico de observación allá donde debiera haber ceguera. Experimentó un momento de confort en su cuerpo, allá donde debiera haber tensión. Todo lo que le rodeaba cobró intensidad por el mero hecho de tomar consciencia y observarlo. 

Era una sensación extraña por tan poco usual, a pesar de estar ubicado en el lugar donde tantas y tantas veces había permanecido anestesiado por la televisión, amodorrado por el cansancio, abatido por el inexorable paso del tiempo.

Respiró hondo una vez más, y tomo la determinación de permanecer conectado con sus sentidos durante un buen rato. Esa noche ya no encendió la televisión, y disfrutó del acogedor momento que le ofrecía la vida. 

Se prometió que a partir de ahora, antes de abandonarse al ordinario hábito de desenchufarse de la vida, efectuaría un acto de conexión con su esencia, y permanecería presente en observación de los mensajes que su profundo Ser estaría dispuesto a revelarle.



SÁMSARA



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El pastel. SÁMSARA

Era delicioso. Pequeños destellos en su mente intentaban descifrar la composición porque era algo incongruente. Le llamaban Carrot Cake, pero no encontraba el sabor de la zanahoria por ningún lado. La tarta no sabía a la zanahoria cruda recién sacada de la tierra, con ese sabor característico difícil de definir, con su textura astillosa y dura y ese aroma de resina. Tampoco sabía a la zanahoria cocida, casi insípida y de textura blanda que se deshace al masticar. 

Eso fue lo primero que le sorprendió cuando probó el pastel de zanahoria. Hace ya un tiempo, aunque no mucho, pues no era una receta originaria de su país.¡Pero que rico y bueno era! Ahora mismo estaba degustando un trozo de deliciosa tarta de zanahoria, con su café caliente en una de sus cafeterías preferidas: la “Bakery". Miró a su alrededor mientras la saboreaba. Mezcló y ancló en sus conexiones neurales la decoración “cool” muy en tendencia del local, junto al sabor del pastel. 

Pero seguía sin encontrarle el sabor a zanahoria. Ese simple pensamiento le hizo sonreír para sus adentros. Elevó los hombros, casi sin darse cuenta, mientras fruncía la boca en un gesto de despreocupación y se entregó al placer sublime de la mezcla de sabores.
Encontró algo de canela, el agradable dulzor del azúcar, la ligera acidez de la crema que recubría la tarta y ahora si, prestando mucha atención, sintió los ligeros trocitos de zanahoria. Los sintió en el tacto de su lengua y sus dientes, y encontró un ligerísimo y casi imperceptible sabor dulce y tierno. ¿Sería la zanahoria? ¿Sería algún fruto seco? Si, nueces. Eran nueces.

No había acabado de experimentar ese mar de sensaciones, cuando le dio un sorbo a su café largo sin azúcar. El contraste qué sintió fue vivificante, fue un golpe estimulante para sus papilas gustativas. El amargo calor del café barrió sin ambages la dulce sensación que le había dejado el trocito de pastel. Sintió como desde lo más profundo de su ser surgió la necesidad de repetir ese momento. Sólo había una manera de hacerlo, ni siquiera lo reflexionó, sino que fue un acto automático y mecánico del que no pudo sustraerse o evitar.

Volvió a repetir un bocado del Carrot cake y un sorbo de café. Distrajo su mirada alrededor suyo, y no prestó atención a ese acto reflejo. Tragó el bocado, dio un sorbo al cafe, no tan caliente ya y entonces a los pocos minutos, quizás tres o cuatro, se dio cuenta que no había sentido lo mismo. No era la misma explosión de sabores que había sentido antes. 

Razonó y entonces comprendió que no había prestado atención a ese bocado, que había cometido un acto mecánico y al darse cuenta se le ensombreció ligeramente el talante, pues supo que ese bocado glorioso, intenso, lleno de untuoso placer, suavidad y dulzura, mezclado con lo caliente de la amargura de su taza de café, se había marchado para siempre. Un instante vivido plenamente, que nunca mas volvería a experimentar.

Al darse cuenta de eso, se prometió ser consciente de esos momentos para no abandonarse a lo mecánico de lo cotidiano. Sabía que no podría cumplir su promesa siempre, que los hábitos son los hábitos, pero al menos lo intentaría. 

SAMSARA 
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