La grieta. SÁMSARA

El abismo era profundo y frío. 

Se había asomado a él después de haber pasado mucho tiempo sin, ni siquiera, querer acercarse. Sin embargo se aproximaba el momento de empezar a mirar ahí dentro. 

Aunque sabía de la existencia de esa grieta, ni quería, ni deseaba saber qué era lo que habitaba más allá. Le horripilaba imaginarse qué criaturas y qué mundos existían más allá del borde ignoto de esa profunda sima.


Pero una fuerza lo impelía a conocer qué era lo que allí dentro le daba tanto pavor. Era un miedo sordo, vacío y frío. Era algo de lo que quisiera haber huido durante toda su vida, pero debía por fin enfrentarlo. Debía finalmente descender para conocer de qué huía constantemente.

Siempre había estado ahí ese abismo. Siempre en el centro de sus acciones inconscientes. Se había visto a si mismo en infinidad de ocasiones caminando por el borde de esa oscura y fría garganta pero siempre optaba por alejarse. Daba igual cómo y qué fuese lo que hiciera, el caso era apartarse siempre de ahí.

Y ahora más que nunca sentía su miedo. Un aliento lóbrego y húmedo ascendía desde la profundidad del agujero. Un olor fétido a espacio cerrado y sucio le penetró violentando sus fosas nasales. La oscuridad más absoluta ascendía desde la profundidad de la sima que se extendía abajo a un paso frente a él.

Y se decidió a descender. 

Unas cuerdas enmohecidas y malolientes caían desde el borde hasta la profundidad. Se puso de rodillas mientras agarraba una de ellas y se colgó del canto. A su mente le vinieron las veces que había evitado adentrarse en ese mundo donde medraban terribles monstruos y macabros demonios devoradores de corazones.

Fue bajando palmo a palmo, descendiendo a tientas por la fría pared. Apenas podía ver nada más allá de sus pies, pero se adivinaba una oscuridad conocida. A medida que descendía, la luz del exterior de la grieta desaparecía y la oscuridad lo envolvía plenamente.

Estaba descendiendo por el lado oscuro de su corazón. Era su propia sombra por la que se había aventurado finalmente. Por fin se había decidido a explorar las profundidades de su alma. Y ahora que lo hacía, allí mismo, se dio cuenta que a pesar de la profundidad de sus temores, los únicos demonios que habitaban eran los que su propia mente alimentaba.

Y siguió bajando.

A medida que lo hacía perdía de vista la relativa claridad del borde del orificio por el que estaba colgado. 

Y siguió bajando. 


Hasta que llegó al extremo de la cuerda. Ahora no podía descender más. Palpó a tientas la fría y húmeda pared y después de unos instantes de miedo tocó lo que parecían unos escalones, unos peldaños de piedra labrados en la pared, estrechos y resbaladizos.

Dejó la aparente seguridad de las cuerdas y aspirando el rancio olor que ascendía desde el fondo de la grieta puso un pie en el primer peldaño y siguió su descenso. Uno, dos, tres y varios peldaños más lo hicieron bajar en espiral. Ya no había posibilidad de retorno. La obertura se cerraba sobre él. Así que no pudo hacer otra cosa que descender.

Ahora, en plena oscuridad, comenzó a sentir cierto rumor de aguas profundas y cierta claridad comenzó a subir desde las profundidades hasta el lugar donde él se encontraba. Ni el mismísimo Harrison Ford había vivido esa experiencia en sus películas de Indiana Jones. 

Y si, en efecto, al seguir descendiendo sintió con mayor claridad lo que había ahí abajo.

Por ahora no había ni rastro de los seres que esperaba ver. Los seres que moraban la profunda grieta de su corazón no eran tales. Ese rumor no era el de sus largas colas arrastrándose por el fondo de sus mazmorras sino que era el gorgoteo producido por el agua de sus emociones. 

Y sintió como algo dentro de él se liberaba. 

Y vio claramente que allí había una especie de piscina natural llena de agua fresca y chisporroteante. Miles, millones de burbujas efervescian ese agua, allá en lo profundo del despeñadero en el que se había adentrado. Siguió bajando hasta que los escalones desaparecieron bajo sus pies. Estaba parado en un rellano a un escaso metro de las aguas refulgentes. 

El agua se agitaba cada vez más. Como las olas que baten la roca de una cueva marina. Parecía agua fresca y limpia, a pesar de la oscuridad del entorno. La miríada de burbujas emitían una luz fosforescente, como si millones de luciernagas vivieran entre las agitadas aguas.

Estaba cansado y acalorado, sucio y apestoso y la idea de dejarse caer en ese agua de infinitas burbujas azuladas le incitaba casi tanto como le horrorizaba la idea de dejar la falsa seguridad del último escalón escavado en la roca. Pero no había bajado hasta el fondo de la grieta de su alma para quedarse ahí parado.

Asi es que, saltó al vacío.

El agua estaba helada. Penetró profundamente en sus fosas nasales y la sensación le provocó un hormigueo intenso en el interior de su nariz. El gorgoteo del agua lo rodeó por completo mientras se hundía unos centímetros por debajo de la superficie. Ahora infinitud de burbujas azuladas y doradas lo rodeaban por todos lados. Se adherían a su piel provocando una agradable sensación. Era como un masaje leve y sutil, refrescante y delicado. 

Aunque estaba atento y alerta ya no sentía miedo. Ese agua centelleante era fresca, limpia y se llevaba de su cuerpo esas viejas sensaciones de incapacidad, viejas creencias sin sentido, antiguos hábitos disfuncionales. Y se sintió renacer. 

Advirtió de repente que el agua se agiataba más y más y se formaba una especie de remolino que lo atrapaba. La multitud de burbujas cobraban más vida alrededor suyo y se arremolinaban formando un vórtice a su alrededor que lo succionaban hacia abajo y hacia el fondo de esa grieta.

Ya no sentía miedo. Allá abajo, en efecto, no moraban seres con cuernos ni monstruos de tres cabezas dispuestos a comerse sus entrañas en vida. Solo había agua fresca y cristalina y hasta ahora, él no lo había sabido. Cuanto tiempo perdido intentando zafarse de la grieta oscura. Cuantas maravillas había dejado de vivir por miedo a mirar en el negro fondo de su alma. Ahora sabía que ahí abajo solo había una sensación fresca y maravillosa que lo atrapaba y transportaba aún más abajo.

Y se abandonó a la sensación.

El agua lo arrastró en torbellino chisporroteante por el centro de un sumidero imaginario, pero no sentía miedo, tenía confianza plena que algo maravilloso lo esperaba más allá. El agua discurrió arrastrándolo hasta dejarlo al final de un túnel. 

De repente, una claridad cegadora se adivino a pocos pasos de donde se encontraba. Terminó de recorrer a gatas el pasadizo y se encontró ante un paisaje maravilloso. Salió de la oscuridad de la gruta y pudo ponerse en pie. El calor del sol inundó su desnuda y limpia piel y pudo aspirar una bocanada de aire puro. Flores silvestres, hierba y el aroma de los árboles frutales llenaron sus pulmones.

Frente a si mismo un mundo se extendía allá a sus pies. Mariposas revoloteaban, animales libres corrían en manadas medrando en paz. Abundancia manifiesta aquí y allá. Los árboles ofrecían sus frutos a quien quisiera alargar su brazo para cogerlos. El cielo azul se cernía por encima de ese mundo verde y dorado. Y se dejó caer extasiado, con los brazos en cruz sobre el templado césped. Olor a hierba fresca, tierra caliente y el fragor de las hojas en las frondosas copas de los árboles.


Había descendido por las escarpadas paredes de la grieta de su sombra para llegar a ese Shambalá. Paraíso indescriptible que lo acogía sin pedirle nada a cambio. Ojalá lo hubiera hecho antes. Ahora lo sabía. Más allá de las peores pesadillas, más allá de la oscuridad más fría, se encontraba la vida que tanto había soñado.

Ahora lo sabía. Y decidió que iba a explicarlo al mundo. 

SÁMSARA

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