El fondo interior de sus párpados cogía un tono de color melocotón cuando, aún con los ojos cerrados, hacía el ejercicio vano de intentar ver algo. Se había sentado en una posición parecida a la del loto sobre un cojín, para no lastimarse los tobillos, mientras el sol de la mañana calentaba tímidamente su cuerpo.
Sentía el calor en sus mejillas, en su cabeza despeinada, y en contraste sentia el frescor del amanecer en su cuerpo. Era una mañana de primavera, los huesos y los músculos aún entumecidos por el reciente periodo de sueño. Estaba sentado en el jardín, con su columna recta, descansando sobre sus caderas, los músculos distendidos y en actitud introspectiva.
Poco a poco el confortante y anaranjado calor del sol matutino empezó a invadirlo. Una modorra placentera se iba apoderando de él, mientras sentía un
ligero cosquilleo en la base de la pélvis. Una ligera vibración en su períneo que le llamó la atención y en la que posó su conciencia. Dejó ocurrir esa sensación, no le puso reparo y la observó.
ligero cosquilleo en la base de la pélvis. Una ligera vibración en su períneo que le llamó la atención y en la que posó su conciencia. Dejó ocurrir esa sensación, no le puso reparo y la observó.
El caso es que esa sensación era conocida, aún sin saber de qué o de cuando. Se dejó llevar y sintió como esa casi imperceptible sensación de calambre placentero se apoderaba de la base de su cuerpo. El color anaranjado que veía en la pantalla interior que formaban sus ojos cerrados se fue transformando, en un momento dado; en colores más fríos, entre azul índigo y morado. Empezó a ver esas formas y luces interiores girar sobre sí mismas.
La vibración siguió creciendo en su interior y empezó a subir por su erguida columna, mientras sentía el paulatino aumento del calor que le ofrecía el disco solar que iba emergiendo con decisión desde la raya del infinito. A la sensación de calor y placer se le sumó el canto de algunos pájaros que saludaban la mañana primaveral con alegría.
Oía el revolotear de sus alas, sentía su presencia por los gorgoritos que emitían, mientras unos parloteaban, por allí cerca, en su idioma "pajaril" otros desde más allá le contestaban. Era una comunión de cantos. Él pensó si serían verderoles, o serían jilgueros. Quizás el típico cantar del mirlo en las mañanas, cuando amanecía, precursor del buen tiempo. Sintió una sonrisa interior.
Una punzada de hambre lo distrajo de su ensueño. Era un leve retortijón en el interior de su estómago. Una sensación conocida que lo alertaba avisándolo de que ya era hora de desayunar. Y aunque esa sensación lo distrajo, intentó no prestarle atencion. Puso todo su interés en la sensación que ahora invadía su ser, el aire fresco en contraste con la piel caliente de su rostro ruborizado por el sol. La temperatura de su ropa bañada por el mismo calor de ese sol y la sensación de amodorramiento.
Notó el zumbido de un insecto y el leve cosquilleo al posarse en su frente. Lo sintió caminar por su piel y no pudo evitar lanzarle un manotazo para ahuyentarlo. Ese gesto lo distrajo finalmente de su estado casi de trance. Al abrir los ojos pudo ver una preciosa abubilla posada frente a la rama de un árbol cercano, con su cresta iridiscente y su brillante plumaje de colores y motas. El ave lo miro con ojillos asustadizos y al instante y de un salto, emprendió el vuelo.
La vio alejarse velozmente en vuelo raso primero, y elevándose enseguida hacia el bosquecito de enfrente. Tal como vio alejarse al bonito pájaro, un vacío se generó en su interior. Era como si el vuelo del ave hubiera marcado el final de un tempo silencioso. Se quedó mirando ensimismado el bosquecillo colindante, hasta que desperezándose lentamente, dió por finalizado ese momento de encuentro consigo mismo. Ese momento de encuentro con su ser.
SÁMSARA