Llueve de forma torrencial. El agua le empapa la ropa dejando esa sensación fría, pegajosa y húmeda. El cuerpo lo siente pesado. Está empapado desde la cabeza hasta los pies. Al caminar sobre el suelo encharcado siente como el peso de su ropa entorpece sus movimientos. El frío del amanecer le cala profundamente. Es temprano cuando se dirige a su destino y por su mente pasa un fugaz recuerdo de lo bien que estaba entre el calor de las sabanas, minutos antes de levantarse.
La lluvia lo sorprendió sin previo aviso y el
chaparrón quizás hubiera roto la voluntad de cualquier otra persona. Pero no la
de él. Él tenía un lugar hacia el que dirigirse, tenía un motivo por el cual
levantarse. Una razón superior que lo empujaba hacia adelante, y ese chaparrón
no iba a frenarlo, al contrario, le daba más fuerza para continuar hacia
adelante y lo acercaba, sin dudar, a su propósito: Vivir.
El frío le decía que estaba vivo, podía
sentirlo en su piel, podía experimentar como recorría por toda su espalda esa
corriente, esa sensación como de hormigueo que le subía desde el cuello hasta
la base del cráneo. Podía sentir. Podía notar el olor de la tierra caliente
mojada, podía observar la quietud de la mañana en el momento que dejó de llover,
observó el precioso azul plomizo del cielo mientras elevaba la mirada y vio
pasar una bandada de gorriones que volaban desde sus nidos en busca de alimento
para sus crías.
Pudo oler el profundo aroma del mar, del
salitre mientras la luz del nuevo día iba ganando terreno a la oscuridad. El
sol pronto empezó a asomar sobre el frío gris, y empezó a levar con su calor,
jirones de vaho sobre el tejado de las casas, sobre el frío asfalto, mientas
sentía sobre su ropa empapada el calor del nuevo día.
Las personas comenzaban a salir de sus casas
para llevar a cabo sus quehaceres cotidianos, y una sonrisa se dibujó en sus
labios. Se sorprendió a si mismo observándolos con afecto, sabiendo que él
mismo podía ser uno de ellos, en un día cualquiera. Suspiró embriagado por el
cóctel de sensaciones, y se dijo a sí mismo: -estoy vivo, y la vida se expresa
de infinitas maneras para que yo las experimente, para que yo tenga la
oportunidad de sentir en mi piel el frío y el calor, el amor y la desesperanza,
el ruido y el silencio, el dulzor y la amargura. Para que pueda contrastar la
amistad y la rabia, en un caleidoscopio de colores, y figuras irrepetible-.
Vivo para sentir, vivo para
experimentar. Vivo para elevar la mirada y darme cuenta de que cualquier
situación es una experiencia que no volveré a sentir.
Mientras se dirige cuesta abajo,
hacia el final de la gran avenida, ya solo siente el calor del sol en sus
mojadas y pesadas ropas, y entonces se da cuenta de la ligereza de ese
instante, y se hace consciente de las muchas veces que se ha sentido frugal y
ligero, y no había prestado atención.
En su piel siente el calor en
contraposición del frío de hace unos minutos y también piensa en la cantidad de
veces en que no ha reparado en los días calurosos de verano, y de nuevo le
recorre un escalofrío desde la espalda hasta la nuca, siente un calor renovado
latir en su corazón. Como si de un hombre nuevo se tratara, se siente renacer,
pleno y seguro de que ocurra lo que ocurra, él está ahí para vivir, para
sentir, para emocionarse con la más pequeñas expresiones de la vida.
En esos momentos siente la
agradable sensación del palpitar por la vida, siente sus pulsaciones, e incluso
imagina el torrente vital que circulaba por sus venas. No existe ningún otro
propósito de vida que no sea ése en si mismo. Vivir, sentir, y experimentar.
Apasionarse con el proceso mismo de la vida.
Samsara