Al recibir su peso, las tablas del parquet crujían lastimosamente, al tiempo que retumbaban los golpes sordos y rítmicos, marcando el contacto de sus almohadilladas zapatillas de ballet sobre la pulida madera. A cada salto, a cada brinco, o cada vez que caía o giraba sobre sí misma, el impacto de las duras puntas, marcaba una nueva vuelta, o el final de un paso. La música se unía melodiosamente a la cacofonía de sonidos sordos, de temblores y repiqueteos del encerado. Su respiración se hacía entrecortada y jadeante, expirando e inspirando de forma controlada, para tomar impulso ahora, para dejarse caer un instante después.
El público en la grada observaba sus evoluciones admirando su graciosa figura y lo armonioso de sus movimientos. La finura de sus músculos, se admiraban bajo su húmeda piel, y por debajo del maillot se podía apreciar cada contracción y relajación. Cada fibra, cada tendón se expresaba también por la elasticidad y fuerza de sus movimientos. Entró en escena su compañero, al igual que ella, sus movimientos mostraban la fuerza de su cuerpo, la elasticidad y la belleza de sus vigorosos músculos. Llegó corriendo graciosamente según los pasos ensayados mientras ella se le unía en la danza, y se dejaba tomar por él. El sudor perlaba sus cuerpos, humedecía el ambiente, mientras al girar, infinidad de gotas salían expelidas en espiral hacia todas direcciones. Los que se sentaban en primera fila observando la preciosa danza, incluso recibían y sentían la humedad de sus piruetas y acrobacias.
Ella se sentía absolutamente enajenada, mentalmente ausente, solo su cuerpo estaba conectado a su alma, nada la hacía sentir que estuviera en la tierra. Nada le hacía recordar que eso solo ocurría en un instante, que tras el momento preciso que ahora estaba viviendo, lo cotidiano volvería en sucesión de hechos. Para ella solo existía el momento presente, ni hubo instantes antes ni los habrá después. La conexión con su pareja era total. Absoluta. Ambos respiraban al unísono, los dos transpiraban profusamente, jadeaban ahora, se pausaban al instante siguiente, para volver a unirse en una éxtasis sin igual. Un éxtasis de pasión, ritmo, arte, y amor sublime.
La música clásica marcaba el ritmo de su juego, de su danza y su baile, mientras el parquet volvía a recibir el impacto de sus musculosos cuerpos. La cadencia de los movimientos venían marcados por la melodía. Pero ellos ya no estaban allí presentes. Ellos habían transcendido ese instante y volaban a miles de millas de distancia de aquel lugar. Estaban unidos a aquello que los sostenía, unidos a la madera del piso que los sustentaba y acogía, y unidos a los más de mil almas que los observaban desde el gran anfiteatro. Ellos, el público, entregados al maravilloso instante que estaban viviendo, también habían dejado de estar sentados y se habían unido a la danza de las mil maneras que podían hacerlo. Cada uno según su percepción, según los conocimientos que la consciencia de cada alma de los allí presentes podía proporcionarles. Todos eran uno. Unidad vibrando en la diversidad de mil seres.
Aquello era sublime, poderoso, caliente y sensual. El ritmo, la danza, el espectáculo de sus preciosos cuerpos, los espectadores, todos unidos por aquella consciencia única, aquello que lo sostenía todo. Unidos en ese bello espectáculo. Ahora los movimientos eran como en cámara lenta, ella respiraba sin sufrimiento aparente, impelida por una fuerza superior a su voluntad, ahora saltando con su espigado cuerpo, y ahora cayendo en brazos de él, que la recogía con dulzura y gracia mientras amortiguaba su peso balanceando el suyo propio. Jugando con las luces tras el escenario, que solo eran unos puntos de luz difuminados, que daban un entorno perfecto, un ambiente incorpóreo y misterioso, mientras sus cabellos al aire hacían parpadear la claridad de las luces de ambiente. Era todo voluptuoso, seductor, y te sustraía de la realidad cotidiana. Era como un gran acto de amor, casi pornográfico por lo intenso, que hacía unir a todo el teatro en una única respiración al ritmo del va i ven infernal de la preciosa, pero implacable danza.
El tablado seguía crujiendo, la madera seguía moviéndose trémula, sus cuerpos seguían sudando, danzando unidos, mientras los espectadores eran un solo respirar. Eran una sola consciencia. Eran un absoluto agujero mental sin fondo. Todos eran bailarines, y la danza era todo. Lo único. Unidad en un instante.
El tablado seguía crujiendo, la madera seguía moviéndose trémula, sus cuerpos seguían sudando, danzando unidos, mientras los espectadores eran un solo respirar. Eran una sola consciencia. Eran un absoluto agujero mental sin fondo. Todos eran bailarines, y la danza era todo. Lo único. Unidad en un instante.
Así es la vida, cuando la intensidad de la pasión transciende el momento. Así es el todo, cuando la mente presente, no separa el mundo en infinidad de cosas, objetos y percepciones. Así es el cosmos, cuando la mente no hace acto de presencia y empieza a seccionar los eventos en pasado y futuro. Así debe ser el universo, cuando no analizamos, diseccionamos y juzgamos. Así de libres se sienten los danzarines, cuando se entregan a su cuerpo, dejando atrás sus pensamientos.
Y ellos seguían, seguían. Y seguían bailando.
SAMSARA