Se movía rápidamente de un lado a otro, aunque en todo momento sabía lo que estaba haciendo, mientras canturreaba una canción. Cortaba los ingredientes sin vacilar, con un buen cuchillo, y los lanzaba sobre la chisporroteante cazuela con alegría y desenfado, como si no tuviera mayor transcendencia. Aparentemente. Porque un observador se daría cuenta enseguida de que estaba absolutamente concentrado.
Miraba a sus amigos con picardía, mientras charlaba de esto o de lo otro, pero podría asegurarse que no hacía nada en su cocina, que no fuese fruto de la inspiración. Ahora cogía esto, lo cortaba, ahora cogía lo otro, lo troceaba, y respirando profundamente los iba mezclando con gracia y arte.
Un aroma untuoso se elevaba desde los fogones, era una aroma profundo, que te incitaba a permanecer absorto, a observar la escena con la ilusión y la curiosidad de esperar cual sería el próximo movimiento, y como lo realizaría.
Miraba a sus amigos con picardía, mientras charlaba de esto o de lo otro, pero podría asegurarse que no hacía nada en su cocina, que no fuese fruto de la inspiración. Ahora cogía esto, lo cortaba, ahora cogía lo otro, lo troceaba, y respirando profundamente los iba mezclando con gracia y arte.
Un aroma untuoso se elevaba desde los fogones, era una aroma profundo, que te incitaba a permanecer absorto, a observar la escena con la ilusión y la curiosidad de esperar cual sería el próximo movimiento, y como lo realizaría.
Él estaba completamente abierto a las respuestas que surgían desde su interior. Es como si cocinara desde el alma, ahora giraba sobre sí mismo, ahora cortaba unas alcachofas, ahora troceaba unos tomates, mientras seguía canturreando.
Fluía constantemente, y veías como se preguntaba a sí mismo, cerrando los ojos mientras con su dedo índice se tocaba los labios, en actitud reflexiva. De repente abría los ojos, y se lanzaba sobre la despensa o sobre sus cajones. Había escuchado su respuesta. Abría el cajón de las especias, tocaba cada uno de los tarros, hasta que sus dedos se cerraban sobre uno de ellos. Su cuerpo hablaba, no su mente. Sus sensaciones le dictaban la cantidad, los ingredientes e incluso hasta las vueltas que daba a su cuchara de madera sobre la cazuela.
En otro de los fogones se estaba cociendo algo más, él lo apagó con diligencia y dejar reposar el contenido sobre los mármoles adyacentes. Se manejaba con fluidez, con la armonía de quién dominaba sus tareas, con la soltura de quién, dejando aflorar sus percepciones de alquimista, creando su propia receta.
Los amigos seguían su ritmo de conversación, observándolo. Él intervenía de tanto en cuanto, sin distraerse de su faena. Trabajo que lo absorbía y magnetizaba y que le hacía sentir la transcendencia de su labor. Él estaba ofreciéndoles lo mejor de sí mismo, con esa media sonrisa, con ese amor que se entreveía mas allá de sus movimientos.
Los aromas inundaban su cocina, y su presencia inundaba las miradas, mientras con la misma diligencia que había cocinado, iba colocando los platos sobre la mesa, los cubiertos, vasos, servilletas, agua. Ellos también lo ayudaban a poner la mesa. ¡Que menos!
Pronto todo estuvo preparado, era una comida sencilla, sin grandes florituras, pero hacia un aspecto buenísimo. Era el resultado de su sabiduría, la consciencia, el fluir desde el corazón, y el amor por sus amigos.
Cuando todos degustaron la comida, pudieron sentir la alegría en sus corazones, sintieron elevar sus almas, mientras se miraban y asentían entre ellos, mostrándole al cocinero, sus reverencias y reconocimiento.
SAMSARA
SAMSARA