Su lengua rosada, caliente y viscosa caía a un lado de sus puntiagudos dientes, y sus ojos alocados la miraban con insistencia. No pestañeaba ni un instante mientras posaba toda la atención de su mirada en su cara. Jadeaba intensamente soltando pequeñas gotitas de saliva por su bocaza, y ella podía sentir el ligero olor a comida que despedía su tibio aliento.
La encontró tumbada en el sofá, se había quedado dormida y él la despertó dándole golpecitos con el morro. Había llegado su hora, y él la reclamaba obstinadamente. Por lo visto no podía esperar ni un minuto más y se avalanzó sobre ella y empezó a lamerle la cara, mientras meneaba la cola con desespero y obstinación. El rabo iba dando golpes desde la mesita de centro a la base del sofá. Tap, tap, tap...
Es como si todo su perruno cuerpo le insistiera: —¡Vamos a la calle! ¡Vamos, que es tarde!—. Ella se desperezó y empezó a acariciarle esa cabezota tan suya. Sintió su pelaje hirsuto y duro al tacto en la cabeza que se hacía más suave a medida que la mano descendía por el cuello y el lomo. El color canela de su pelaje brillaba limpio y cuidado. Ella sentía un profundo amor por ese perro. Antes de su llegada, cuando era un cachorro, jamás se hubiese podido imaginar que un animal pudiera ser tan querido, sin embargo ahora lo consideraba parte de la familia. Su pequeña familia: ella y su inseparable perro.
Lo cogió por los carrillos y le levantó los belfos. Le apretó el morro con sus blancos y largos dedos. Le quedó una mueca dibujada. Los dientes largos le sobresalían formando una sonrisa grotesca y animalesca (nunca mejor dicho). Los ojos le seguían insistiendo, mientras se deshacía del apretón que ella le estaba imprimiendo. Le chupó la mano, mientras intentaba también lamerle de nuevo la cara. Y a ella le entraron ganas de reír. La hacia muy feliz tenerlo allí, haciéndole siempre compañía, la tarde de ese sábado de otoño. Lo abrazó y estrujó, mientras le susurraba palabras cariñosas y juguetonas.
Él se zafó de nuevo del abrazo, y se impulsó hacia atrás, invitándola a seguirlo. Empezó a dar ansiosas vueltas sobre sí mismo, para invitarla a levantarse. Finalmente ella hizo el gesto de alzarse y el animal salió disparado hacia el final del pasillo, indicándole, de ese modo tan peculiar y característico, el camino hacia la calle.
Ella rió de buena gana, puesto que siempre se repetía la misma escena, de forma cotidiana. Inspiró una bocanada de aire, y la exhaló ruidosamente mientras se desperezaba alzando los brazos por encima de su cabeza y torsionando el cuerpo hacia atrás. —Está bien, cabezota peludo—, refunfuñó ella mientras se dirigía a su vestidor a calzarse y abrigarse para salir a la calle, esa fresca tarde de otoño. —¡Ya voy!- rezongó sonriendo para sus adentros mientras se guardaba las llaves en un bolsillo y cogía la correa de paseo.
El animal ya no podía esperar más y se impulsó cuan largo era poniendo las patas sobre el pecho de ella. Casi la tira al suelo. Tuvo que flexionar sus rodillas para no caer, quedando finalmente abrazados ambos. Animal y ser humano, fundidos en un abrazo intenso lleno de alegría y espontaneidad. Ella sentía resbalar entre sus dedos el caliente y suave pelaje perruno, sentía el olor característico del animal y el frenético bamboleo de su cola, que hacia zimbrear todo su cuerpo. De nuevo una súbita sensación de alegría, gratitud y amor le sobrevino desde el fondo de su alma. Lo sintió y se emocionó, lo abrazó con más fuerza, mientras el muy animal, se escurría de nuevo, en dirección a la puerta. —¡Vamos! ¡Vamos! ¡A la calle!- le dijo él.
Ella lo escuchó perfectamente, se sobrepuso y lo siguió, con una dulce sonrisa en su boca.
SÁMSARA