El reflejo del cristal le devolvía la imagen. Los veia gesticular y sentía los ademanes ostentosos del hombre junto a ella. Las dos mujeres que acompañaban al hombre también gesticulaban y hablaban con voz fuerte. ¡Le estaban amargando el trayecto!
Subió al tren como tantos otros días, con su música relajante en sus auriculares. Era una forma de aislarse del entorno y no sentir las incomodidades del trayecto de forma tan intensa. Así con esa música dulce, u otras veces con música para bailar, pretendía no vivir la incómoda experiencia de un trayecto de poco menos de una hora.
Generalmente buscaba un sitio cómodo, apartado del bullicio y donde pudiera estirar las piernas y le importunaran lo mínimo posible. Pero ese día no fue posible.
Por el motivo que fuera el tren iba bastante lleno. Gente vestidos de playa, con ropa vulgar, algún que otro mendigo pedigüeño o vendedores de pañuelos con mensajes lacrimosos escritos con faltas de ortografía impostadas, demasiado exageradas para ser ciertas.
Consiguió sentarse en un lugar donde nadie se había sentado aún y eligió el que le pareció mejor, aunque en su mente no aparecía la posibilidad de lo que iba a ocurrir. No por improbable, si no por inmerecido. Como si eso no pudiera pasarle a ella.
Nada más sentarse tres personas se sentaron en los otros asientos vacíos que la rodeaban. Un hombre de unos sesenta años, una mujer joven de unos veinte y otra cercana a la cincuentena. Aunque sus edades no podían asegurarse. Iban vestidos con ropa barata de mercadillo y hablaban elevando la voz considerablemente.
El hombre era de tez morena, calvo en la frente y con pelo cano y largo hasta la nuca. Hablaba fuerte gesticulando, explicando sus argumentos con una seguridad histriónica, como si no le importara lo que ocurriera a su alrededor. Quizás al contrario, pareciera que todos debieran estar interesados por lo que él pudiera decir, puesto que el tono de su vozarrón era imposible de no escucharse.
Ella instintivamente subió el volumen de su smartphone para intentar así no escuchar las bravatas del individuo, que además sentía junto a ella, por la proximidad inevitable, debido a los aspavientos que se deba. Pareciera que si ése hombre llegara a presidente del gobierno, podría arreglar el país.
Lo observaba desde el reflejo del cristal del vagón, ya que no se atrevía a mirarlo, no fuera que se le contagiara algo de esas formas zafias con las que el personaje se expresaba. Miró a las dos mujeres que lo acompañaban, la más joven frente a él, la más mayor frente a ella. Pareciera que le seguían el cuento y reían también con exageración las chanzas y comentarios del individuo.
La ropa de ellas era de igual calidad de las de él. Parecían del mercadillo, lo peor. No eran pobres, no lo parecían, pues tenían joyas vistosas e incluso un bolso de marca. De tez morena por el sol del verano, cuerpos abultados, excesivos y sin complejos. Hasta la chica joven lucia unos pechos y nalgas considerables. No trataban ser de ninguna etnia ni región en particular, eran solo gentes sencillas, de educación escasa y comportamiento llano.
Pero a ella le molestaban. Algo se desencajaba dentro de su persona. Maldecía su mala suerte para sus adentros. Con el calor que hacía, lo pesado que era ir en el tren y encima esa gente alrededor suyo. Se sentía realmente incomoda y tensa, además no había forma de zafarse de la situación puesto que el resto de asientos se había ido llenando en el trayecto que ya habían ido recorriendo.
Si un observador hubiera evaluado la escena se hubiera tronchado de risa. Ahí estaban las tres personas, hablando, gesticulando y disfrutando de sus propias ocurrencias y ella, pequeña y encogida, tratando de ausentarse de su lugar y su momento.
De repente, se creó un silencio. Sus compañeros de asiento, por la razón que fuese, coincidieron en permanecer quietos y callados. Sintió un alivio en su interior. Pensó en que si permanecieran así cayados, su trayecto sería más llevadero. En ese instante, tomó aire profundamente y lo expulsó largamente sintiendo el sosiego en su corazón. Un momento de respiro. De paz.
Al instante, las chanzas, aspavientos y voces de sus acompañantes volvieron de nuevo a su realidad. ¡Que poco había durado la tranquilidad! Y entonces, lo comprendió. La paz no estaba ahí afuera en su entorno. La serenidad no estaba en unos compañeros más guapos y más educados.
Ella comprendió de repente que esa situación que estaba viviendo y que tanto la estaba fastidiando era una situación perfecta para darse cuenta que la calma que ella ansiaba no se encontraba en los hechos que la rodeaban. No podía supeditar su felicidad a un trayecto más o menos incómodo. Dándose cuenta de eso cerró los ojos y accedió al tesoro que permanecía en su alma. Al lugar aquel que acudía cuando las cosas no iban bien.
Y conectó. Conectó con la comprensión y el perdón que necesitaba. Esas gentes estaban ahí para recordarle que su felicidad no estaba ahí afuera si no en un lugar dentro de su corazón.
Ya no quiso cambiar la situación, ya no quiso que sus molestos vecinos se fueran, solo quiso entrar en su rincón mágico para sentir la plenitud de ese instante presente que nunca más volvería a ocurrir. Esa oportunidad única que la vida le brindaba para encontrar y experimentar lo mejor de sí misma.
En ese momento se dio cuenta de que, como por arte de magia, las personas ya no estaban allí. ¿Cuanto tiempo hacía que no estaban allí? Por la parada en la que ahora el tren se encontraba, podían hacer ya un buen rato que se habían marchado. Se sintió maravillada al comprender lo que había ocurrido.
SÁMSARA