Notó un ligero cosquilleo en la parte interna de su brazo. Dedujo que era un insecto que correteaba por su piel y se dio un manotazo distraidamente. Pero no. No era una mosca, sino una perlada gota de sudor.
Hacía un calor infernal. Bochornoso. Había ido a la playa para intentar así olvidar el mal momento que estaba viviendo. El calor, aunque pegajoso, en el fondo le reconfortaba. Era como ir a una sauna pero al aire libre y con una luz radiante. Permaneció con los ojos cerrados sintiendo cómo el sol calentaba su piel.
Era un domingo y la arena estaba llena de gente en sus toallas y tumbonas. Cuando llegó, a eso del mediodía, ya no habían casi huecos libres. Tuvo que sortear los cuerpos, esterillas, juguetes de playa y niños, hasta encontrar un par de metros cuadrados libres.
Había todo tipo de corporalidades. Hombres y mujeres entrados en carnes, sonrosados o quemados por el sol y otros magros o tostados por los días de verano. Unos de piel blanca, después de un año sin sacar sus cuerpos a la luz del día y otros morenos y bronceados tras los días pasados a orillas del mar.
Se preguntó intimamente qué sería lo que hace que unos físicos fuesen tan diferentes de otros, teniendo en cuenta que todos los seres humanos eran iguales ante la vida. Pero no obtuvo respuesta aparente a su pregunta y la desechó con un ligero movimiento de cabeza.
Se tumbó en la toalla que había estirado sobre la ardiente arena y cerró los ojos para abstraerse de su entorno. Cosa que le resultó harto difícil. Los sonidos penetraban en su mente dificultándole el ansiado aislamiento. Había ido a la playa con el afán de encontrar paz para su atormentado interior.
Sin embargo, sin proponérselo, escuchaba la cacofonía de sonidos a su alrededor. Un niño chillaba a su madre reclamando su atención mientras hacía alguna cabriola por la que le cayó encima una lluvia de arena. Su madre no lo miró, puesto que el niño insistía en llamar a su mamá reiteradamente.
La pareja de al lado discutían vehementemente sobre un asunto del hogar y se les notaba que el enojo iba in crescendo. Otros niños chillaban unos metros más allá, los chillidos también iban en aumento. En cualquier otro momento seguramente que no le hubiera importado, pero en ese instante captaban su atención inevitablemente.
El repiqueteo de unas palas de tenis de playa se sumaba a la refinada orquesta estival mientras el silbido del tren pasando por detrás de la línea costera y el zumbido y traqueteo de sus vagones empezaban a crear un Opus en Mi menor aderanzo la sinfonía de sonidos. Más bien debería decir: ensalada de ruidos.
El viento en las lonas y sombrillas y el fragor rítmico de las olas del mar eran la guinda que adornaba el panorama de éxitos musicales del momento. Las radios con sonido metálico sonaban a diestro y siniestro, ofreciendo un elenco de artistas para quien quisiera deleitarse con los ritmos del reagetton más puntero.
Y una gota de sudor volvió a caer por su costado. Esta vez ya no se molestó en auyentar al supuesto insecto a sabiendas de lo inútil del gesto. Era un calor bochornoso en un momento para nada idílico. Se había equivocado. La playa no era un buen refugio donde abstraerse de su difícil situación personal sino más bien todo lo contrario.
Se reincorporó apoyando los codos sobre la toalla. Abrió los ojos y observó. Vio que en general la gente estaba disfrutando. Risas, chillidos, chapoteos, sol y calor. Vida a su alrededor. Entonces pensó que quizás era su mente la que le estaba jugando una mala pasada. ¿Que tal si en vez de resistirse al entorno, se adaptaba a él?
Y lo intentó. Volvió a tumbarse cerrando los ojos de nuevo. Puso atención a su cuerpo caliente. Sintió la caricia húmeda y abrasadora del sol, se dejó arrullar por esa sinfonía de verano. Se abandonó a la, en general, felicidad de su entorno. Se adaptó a las risas, gritos y demás sonidos.
Y así, poco a poco, fue encontrando la paz que había ido a buscar. Integró en si mismo todo su entorno y dejó de resistirse a lo que estaba sucediendo. Dejó que otra gota de sudor recorriera su cuello mientras imaginaba como ésta trazaba una línea húmeda en su sensible piel.
Halló de ese modo un instante de armonía en el que todo cobraba un sentido transcendente al momento mágico que estaba experimentando. Cuando bajó sus barreras y resistencias a la vida que se expresaba a su alrededor fue cuando pudo sentir la inmensidad de su ser.
Sintió la felicidad que conlleva la expansión de su cuerpo, la relajación y el abandono de cualquier lucha. Y así encontró la paz que anhelaba su corazón y su mente. Calor, humedad, sol, mar, gente, arena, sonidos y una gota de sudor… todo ello al servicio de su alma.
¿Como no se había dado cuenta antes?
SÁMSARA