La caricia. SÁMSARA

Ambos respiraban al unísono como un solo ser. Él mantenía los ojos cerrados y absorbía las caricias con hambre y sed. Como cuando la tierra seca recibe la caricia amorosa del agua.

La punta de sus dedos recorrían su pecho, deslizándose suavemente por su piel tibia. Hábiles, jugueteaban enroscándose en el vello ensortijado de su pecho mientras lo miraba con ternura y compasión. A ella no le importaba su aspecto peludo, su cuerpo imperfecto, sino más bien al contrario, parecía complacerla.

No era una pasión desmesurada, no era un amor carnal. Era la sublimación de una mirada, la contemplación de una belleza que no se aprecia con los ojos físicos sino con la mirada profunda de la ternura infinita.

Se dejó y abandonó ante las caricias, nada podía hacer ante los embates de ese amor. De su naturaleza desatada. Una parte de él quería resistirse, pues se sentía obsceno, como si no mereciera tanta atención, tanto cuidado y afecto. 

Sentía el impulso de devolverle las caricias pero ella le hizo un gesto inapelable, indicándole que se abandonara a sentir, que se abandonara a recibir. Que viviera el momento presente sin expectativa alguna. Y así lo hizo.

Ella seguía acariciándolo, tocando, palpando, haciéndole notar su presencia. Sin juicio ni crítica, solo observándolo. Solo estando ahí con él. Moviendo sus manos lentamente, dulcemente, amorosamente.

Sintió calor en su zona erógena. Sintió como la temperatura se elevaba y la tensión acudía ahí, a su miembro, pero no era una pulsión desenfrenada, era una reacción natural. Algo propio del ser humano y lo sintió como en oleadas de calor.

Se sintió culpable, pero ella lo calmó con una indicación y una sonrisa pícara. Le pidió que acompañara su respiración hacía donde ella movía su mano, para expandir el calor, la energía sexual más allá de ahí.

Le hizo caso y sintió cómo la energía de su sexo se expandía hacia su abdomen y subía hacia el centro de su pecho. Su corazón vibró y palpitó como nunca había sentido. Era una sensación indescriptible de amor hacia sí mismo. 

Sentía la ternura y la confianza del amor sin más. De la conciencia de su cuerpo, de estar viviendo una experiencia nueva que jamás había experimentado. Era una energía renovadora y pura, no era sexo, era mucho más que eso.

Y se abandonó aún más, cayendo en una profundidad de la que pensó que jamás iba a salir. Profundizó en su cuerpo a través de la presencia de sus caricias, sentía su mano recorrer sus hombros, sus brazos, la palma de su mano. Su cuello y su cara, su cabeza. 

Sintió que se elevaba sobre lo terrenal y avanzaba hacia un mundo nuevo, una energía que se unía, primero a ella y luego a lo inmaterial. Sintió que flotaba en una mar cálido, de olas rítmicas y antiguas, oscuras y misteriosas, que le satisficieron, a la postre, mucho más que otras experiencias mundanas.

Ella le susurró algo al oído. Notó la calidez de su aliento en su cuello, y se estremeció todo su cuerpo. Ambos al unísono. Acompasadas las respiraciones, abierto en canal, abandonado al placer de la calma, vulnerable al mismo tiempo que duro y ardiente. Y así discurrieron los minutos, las horas. 

Fundidos, unidos, entrelazados. Sin nada que esperar, en amor infinito y puro, sin carnalidad, solo sintiendo. Calientes, respirando, en paz y armonía con lo que debía ser. Y aún seguían, y seguirían para siempre. Convulsos y abrazados como un solo ser. Sin diferencias, iguales ante la vida. 

Amantes conscientes. Caricias calientes.

Sámsara.
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