La húmeda caja gris de cartón. SÁMSARA

Estaba replegada sobre sí misma, con sus brazos abrazando sus propias piernas y la cabeza recostada sobre sus rodillas. Se sentía abatida por la soledad y se imaginaba abandonada en el fondo de una húmeda caja gris de cartón.

La soledad era un sentimiento que la embargaba profundamente y secuestraba su ánimo. Era como si una mina oscura, profunda y desoladora discurriera por debajo de sus pies y, en cualquier momento, pudiera abrirse para tragársela.

No encontraba un solo momento de paz y armonía, al sentirse tan abandonada y sola en su lúgubre y triste vida. No pocas veces había pensado en acabar con todo y dejarse a su suerte, bajar los brazos y dejar de luchar, pero siempre venían a su mente sus seres queridos. No podía dejarlos ahí, sufriendo.

Pero, por otro lado, ella no encontraba salida. No sabía cómo salir de esa vida gris, decadente y sin futuro. No veía cuál era el siguiente paso, ni se imaginaba un día siguiente en el que volviera a sentir el esplendor del amor, la dicha y la ilusión por vivir.

Se sentía abandonada por la vida, un cero a la izquierda para sus guías y referentes. Incluso, cuando miraba en su interior, cerrando los ojos en busca de la figura de Jesús de Nazaret, con quien tantas veces se había consolado, sentía ese abandono. Ya no encontraba el calor que otras veces había sentido, cuando le rezaba íntimamente, en las noches oscuras.

Sus amigos, aunque la querían, apreciaban y estimaban, tenían sus vidas, y ella no quería molestarles. Cuando disfrutaba de su compañía, ella se sentía feliz, pero duraba unas horas. Luego, cada uno volvía a su casa y ella volvía a sentirse asolada por el silencio y la carcoma de la soledad volvía, lacerante, hiriente, a roerle el alma.

Así se sentía ella, abandonada, como en una húmeda caja gris de cartón. Y nada podía hacer para no sentirse así. Miraba a su alrededor y no veía a nadie. Solo un espacio gris y húmedo. Inspiró, levantando la cabeza, cogiendo una bocanada de aire frío y denso. Expiró lanzando el aire cálido que salía de ella. Volvió a repetir varias veces. Inspiraba el aire frío y denso y expiraba el aire cálido y ligero.

Y se dio cuenta. Estaba sola, pero era la dueña de su soledad. Se sentía abandonada, pero ella podía confortarse y acompañarse. La simple idea le dio un punto de esperanza. Quizás, esa soledad era su nuevo imperio, su nuevo hogar, el lugar donde ella podría ser la Diosa. La dueña única de su húmeda caja gris de cartón.

Se irguió y observó sus nuevos dominios, la realidad los mostraba desoladores, pero era el lugar al que ella debería adaptarse. El lugar donde adaptarse sin reservas, el lugar donde le correspondería cumplir sus funciones y lograr esa vida llena de satisfacciones.

Se dio cuenta de que debía renunciar a huir de esa soledad y de las situaciones que ahora le correspondía vivir. Creer que la felicidad la iba a encontrar acompañada de las personas, de la gente, fuera de su interior, era una falsa ilusión.

Sintió, de repente, claridad. Debía vivir ahí, aspirando aire frío y denso y exhalando aire cálido y ligero. Debía adaptarse ahí, a su húmeda caja gris de cartón, que sería ahora una preciosa sala dorada y cálida donde morar su nueva vida, desarrollarse y ser finalmente libre. Su querido Jesús le hizo un guiño y ella sintió su calor.

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