El Frío. SAMSARA

     El silencio sólo era interrumpido por un ligero y rítmico golpeteo, casi imperceptible. Los copos se posaban parsimoniosamente sobre su chaqueta de plumas. Cuando levantaba la mirada el cielo parecía difuminarse sin límites, de un color blanco azulado que todo lo cubría. Descendían los copos de nieve, en ligera danza que le parecía curiosa e infinita. Los diminutos cristales formaban ligeras estructuras que dibujaban las características estrellitas que se ven en todos los mapas del tiempo y que representan el frío elemento. En efecto, el frío le penetraba a través de sus ropas especializadas, pero era agradable, las llevaba un poco abiertas para poder sentir el frescor, la libertad que le hacía sentir el frío de la silenciosa montaña. Caminaba sobre la blanca superficie, dejando un rastro con las huellas de sus botas de montaña. Iba bien equipado y preparado. Un gorro de lana con orejeras y
borla, al estilo andino, le protegía la cabeza. Se lo quitó, pues le picaba el cuero cabelludo, y disfrutó nuevamente de la sensación de frío y libertad. ¿Qué tendrá que ver sentirse libre, con el frío?, se preguntó para sí mismo. Tampoco le preocupó no obtener respuesta, fue más bien una pregunta retórica, aparecida en su diálogo interior, que se desvaneció mientras se pasó la mano desnuda frotándose el rubio cabello. 
     Suspiró agradecido, por vivir esa experiencia casi mística, de soledad y silencio, recogimiento y plenitud. Inspiró profundamente el olor de la montaña, a pino húmedo, casi imperceptible, puesto que su nariz andaba un poco taponada por el intenso frío. Exhaló largamente, destensando su cuerpo, relajando las articulaciones, dejando ir los pensamientos. Era increíble, hacía pocas horas había estado en la ciudad, y ahora ahí estaba, en plena naturaleza. Formando parte del lento devenir de la ligera nevada. Formando parte del paisaje. Un hombre, solitario, frente a la inmensidad de sus sensaciones. Siguió caminando, sintiendo como sus botas se hundían en la recién caída y vana capa blanca. El sonido de los guijarros al contacto del peso de su cuerpo, se hacía sordo, como un ligero zum zum, que se perdía en la nada que lo envolvía. Sabía dónde se encontraba porque a cada tantos tantos metros se encontraba las indicaciones del parque natural. No había perdida. 
     Volvió a cubrir su cabeza, aceptando con gratitud el calor que le confería la lana del gorrito. También cubrió sus manos de nuevo. Estaban frías, y los guantes también, pero resultaba un placer, saber que en pocas horas descansaría de nuevo frente al fuego de la cabaña. Caminaba por el plano a una altitud de unos 1800 metros, no era mucho, pero aun así notaba la falta de oxigeno cuando intensificaba el esfuerzo. El baile de los diminutos copos continuaba a su alrededor, al ritmo de una música inexistente, haciéndolo sentir un intruso que rompía la paz reinante. Era maravilloso saber que estaba pisando esa fina capa nívea por primera vez, y eso lo hacía sentír único y especial. Y el calor que sentía desde lo más profundo de su corazón, abrigado en su ropa, aún contrastaba más intensamente con el frío que lo envolvía. Ese viaje lo decidió hace pocos días, era una escapada que necesitaba, no sabía muy bien porqué. Pero ansiaba la libertad que proporciona la soledad, el contraste del hombre frente a inmensidad de la naturaleza. Así se sentía él mientras atravesaba el paisaje por la llana extensión rodeada de bosque. 
     Hizo acopio de las sensaciones que estaba viviendo, guardando cada una de ellas en la memoria de su cuerpo, en los registros de su neurología, para tenerla presente en aquellos momentos cotidianos, cuando vuelva a la ajetreada ciudad donde desenvolvía su cotidiana vida. -Gracias naturaleza, por estar ahí, cuando yo te necesito- se dijo. Gracias, gracias, gracias. 

SAMSARA
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El Garito. SAMSARA

     El ambiente oscuro en el que se encontraba se iluminaba por momentos cuando un haz de luz rompía la negrura de la sala de baile, eran rayos de luz rojos, otras veces blancos y también azules. El baile de luces cruzaba el aire en direcciones opuestas unos instantes, o todas al unísono en otros momentos, como si barrieran el espacio en busca de las motas de polvo que flotaban en suspensión. El aire enrarecido, olía a una mezcla de ambientador con perfume a chicle de fresa y el sudor de los que allí se encontraban. La música sonaba ensordecedora, al ritmo de Rock Duro. Las gentes bailaban a su alrededor, contorneándose, moviendo la cabeza rítmicamente, y dibujando grotescos gestos en sus rostros. Eran caras blancas y lívidas, perladas de sudor. También se olía el dulzón hedor de las bebidas de alcohol. Parecían abstraídos en su danza de gestos tribales rudos y espasmódicos, como de trance en algunos casos.
     Ella observaba la escena agobiada por las sensaciones. Sentía la música latir profundamente en el fondo de su pecho. Sentía el calor de los cuerpos de las personas allí reunidas, a pesar del intento de mantener el local a una temperatura adecuada, por el frío generado por los equipos de refrigeración. Por la angosta sala de fiestas se esparcían mesas negras y taburetes de forma cúbica, forrados de terciopelo rojo, el cual se adivinaba raído y desgastado. Las copas medio llenas y los botellines de cerveza se apilaban en las repisas, mesas, y altavoces, marcando cercos húmedos y diseminadas sin aparente sentido, como si se trataran de las piezas de una loca partida de ajedrez.
     El ambiente era asfixiante, y ella estaba incómoda. Había venido con sus amigas, pues a ella le encantaba bailar y dejarse llevar por la música, pero aquello no era de su agrado, ahora mismo la voz del cantante, ronca y aguardentosa, sonaba en los altavoces, mientras la batería martilleaba y las guitarras extendían su serpenteante y eléctrica melodía infernal. No se podía hablar, aunque alzara la voz, no conseguía hacerse entender con sus amigas. Alguien se le acercó y le gritó al oído, sintió en su cuello el calor de su aliento, la humedad salpicada por los gritos y el olor a cerveza. El pelo lacio y mojado del personaje que le estaba diciendo algo se le enganchó en su mejilla. Ella instintivamente se apartó.
     Definitivamente, ese sitio no era de su agrado. Se separó de la columna sobre la que estaba apoyada tomando impulso con su delgado y bonito cuerpo. Su ropa de tonos claros, destacaba con las indumentarias de la mayoría, se dirigió a donde sus amigas y les gritó declarando sus intenciones de marcharse e irse a casa. Ellas intentaron decirle algo, pero no las oyó. Las besó con amor y cariño, las abrazó con gesto amable, deseándoles con su dulce mirada que lo pasaran bien.
     Con pasos firmes y decididos, atravesó la sala para dirigirse a la salida. Era como abrirse camino por un lodazal. No se sentía a gusto. Cuando por fin abrió la puerta que daba a la salida, una bocanada indescriptible de frescura vivificó sus sentidos, desde la coronilla hasta el vientre. El aire fresco de la noche, el aroma a lavanda y al césped de los jardines adyacentes la acogió, sosteniendo sus emociones con la claridad de la luz limpia. Tomó, sorbió, y se inundó de una bocanada de aire puro. De aire brillante. Del luminoso espacio de la noche clara. La luna resplandecía en el firmamento. -Deben quedar unos cuatro días para que sea llena-, pensó. 
     La energía que sintió en su cuerpo era vibrante, azul diamante. Sintió, con placer, la energía recorrer su cuerpo, mientras la fresca brisa de la noche, agitaba su blusa clara y la falda corta color tierra. Hinchó su pecho una vez más, y comenzó a caminar, alejándose de la desvencijada sala de fiestas. Había tomado la decisión correcta, había dejado a sus amigas, había abandonado aquel lugar y se sintió aliviada. 
     No miró atrás, caminó hacia la estrellada y luminosa noche, por las calles de la coqueta ciudad residencial, con la seguridad de que, al igual que había hecho esa noche, debería hacerlo en la vida. No iba a dejarse llevar nunca más por las modas, por lo que otros le dijeran, iba a dejarse guiar solo por ella misma, por lo que sentía y por lo que necesitara, aunque en un principio tuviera que caminar sola. Había sido una decisión difícil, más de lo que pudiera parecer, siempre había seguido a sus amigas para que no la rechazaran. Muchas veces había actuado para complacer a otros más que a sí misma. 
     Una sonrisa se dibujó en su rostro, que se iluminó con un resplandor interno, mientras seguía su caminar alegre y desenfadado, con los brazos abiertos, la mirada alta, y una sonrisa dibujada.

SAMSARA


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La danza. SAMSARA

Al recibir su peso, las tablas del parquet crujían lastimosamente, al tiempo que retumbaban los golpes sordos y rítmicos, marcando el contacto de sus almohadilladas zapatillas de ballet sobre la pulida madera. A cada salto, a cada brinco, o cada vez que caía o giraba sobre sí misma, el impacto de las duras puntas, marcaba una nueva vuelta, o el final de un paso. La música se unía melodiosamente a la cacofonía de sonidos sordos, de temblores y repiqueteos del encerado. Su respiración se hacía entrecortada y jadeante, expirando e inspirando de forma controlada, para tomar impulso ahora, para dejarse caer un instante después. 
El público en la grada observaba sus evoluciones admirando su graciosa figura y lo armonioso de sus movimientos. La finura de sus músculos, se admiraban bajo su húmeda piel, y por debajo del maillot se podía apreciar cada contracción y relajación. Cada fibra, cada tendón se expresaba también por la elasticidad y fuerza de sus movimientos. Entró en escena su compañero, al igual que ella, sus movimientos mostraban la fuerza de su cuerpo, la elasticidad y la belleza de sus vigorosos músculos. Llegó corriendo graciosamente según los pasos ensayados mientras ella se le unía en la danza, y se dejaba tomar por él. El sudor perlaba sus cuerpos, humedecía el ambiente, mientras al girar, infinidad de gotas salían expelidas en espiral hacia todas direcciones. Los que se sentaban en primera fila observando la preciosa danza, incluso recibían y sentían la humedad de sus piruetas y acrobacias.
Ella se sentía absolutamente enajenada, mentalmente ausente, solo su cuerpo estaba conectado a su alma, nada la hacía sentir que estuviera en la tierra. Nada le hacía recordar que eso solo ocurría en un instante, que tras el momento preciso que ahora estaba viviendo, lo cotidiano volvería en sucesión de hechos. Para ella solo existía el momento presente, ni hubo instantes antes ni los habrá después. La conexión con su pareja era total. Absoluta. Ambos respiraban al unísono, los dos transpiraban profusamente, jadeaban ahora, se pausaban al instante siguiente, para volver a unirse en una éxtasis sin igual. Un éxtasis de pasión, ritmo, arte, y amor sublime.
La música clásica marcaba el ritmo de su juego, de su danza y su baile, mientras el parquet volvía a recibir el impacto de sus musculosos cuerpos. La cadencia de los movimientos venían marcados por la melodía. Pero ellos ya no estaban allí presentes. Ellos habían transcendido ese instante y volaban a miles de millas de distancia de aquel lugar. Estaban unidos a aquello que los sostenía, unidos a la madera del piso que los sustentaba y acogía, y unidos a los más de mil almas que los observaban desde el gran anfiteatro. Ellos, el público, entregados al maravilloso instante que estaban viviendo, también habían dejado de estar sentados y se habían unido a la danza de las mil maneras que podían hacerlo. Cada uno según su percepción, según los conocimientos que la consciencia de cada alma de los allí presentes podía proporcionarles. Todos eran uno. Unidad vibrando en la diversidad de mil seres.
Aquello era sublime, poderoso, caliente y sensual. El ritmo, la danza, el espectáculo de sus preciosos cuerpos, los espectadores, todos unidos por aquella consciencia única, aquello que lo sostenía todo. Unidos en ese bello espectáculo. Ahora los movimientos eran como en cámara lenta, ella respiraba sin sufrimiento aparente, impelida por una fuerza superior a su voluntad, ahora saltando con su espigado cuerpo, y ahora cayendo en brazos de él, que la recogía con dulzura y gracia mientras amortiguaba su peso balanceando el suyo propio. Jugando con las luces tras el escenario, que solo eran unos puntos de luz difuminados, que daban un entorno perfecto, un ambiente incorpóreo y misterioso, mientras sus cabellos al aire hacían parpadear la claridad de las luces de ambiente. Era todo voluptuoso, seductor, y te sustraía de la realidad cotidiana. Era como un gran acto de amor, casi pornográfico por lo intenso, que hacía unir a todo el teatro en una única respiración al ritmo del va i ven infernal de la preciosa, pero implacable danza.
    El tablado seguía crujiendo, la madera seguía moviéndose trémula, sus cuerpos seguían sudando, danzando unidos, mientras los espectadores eran un solo respirar. Eran una sola consciencia. Eran un absoluto agujero mental sin fondo. Todos eran bailarines, y la danza era  todo. Lo único. Unidad en un instante.
Así es la vida, cuando la intensidad de la pasión transciende el momento. Así es el todo, cuando la mente presente, no separa el mundo en infinidad de cosas, objetos y percepciones. Así es el cosmos, cuando la mente no hace acto de presencia y empieza a seccionar los eventos en pasado y futuro. Así debe ser el universo, cuando no analizamos, diseccionamos y juzgamos. Así de libres se sienten los danzarines, cuando se entregan a su cuerpo, dejando atrás sus pensamientos.
     Y ellos seguían, seguían. Y seguían bailando.

SAMSARA
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El Encuentro. SAMSARA

       El crepitar de la hierba seca, que amarilleaba bajos sus pies desnudos, le hacia darse cuenta que estaba en contacto con la tierra. El aire fresco del atardecer le hacia sentir ligeros escalofríos de placer. Era uno de esos momentos sublimes, de máxima felicidad al disfrutar de esas ligeras sensaciones. Caminaba descalzo por el prado, con las manos en los bolsillos de sus tejanos. La camiseta blanca, húmeda por su propio sudor, la llevaba enrollada en el cuello, atrapada por las cinchas de su mochila. Sus zapatillas deportivas, de suela con tacos y ligeras, como las que usan los corredores habituales, las llevaba unidas por los cordones y colgadas de una mano.
  Sus pensamientos eran tan ligeros como su caminar. No estaba pensando en nada en particular, aunque su mente seguía activa, pero nada le hacia detenerse en un pensamiento u otro. 
Había decidido salir a dar un paseo por los campos de los alrededores de la pequeña población en la que vivía. Era una tarde preciosa, de esas que la temperatura es ideal, en la que no sientes frío ni calor. Ese camino lo había recorrido tantas y tantas veces, que generalmente lo hubiera vuelto a hacer prácticamente sin prestarle atención. Pero hoy era diferente. Hoy era un día sublime. Las sensaciones se acumulaban enriqueciendo cada instante, cada momento de su paseo. Solamente permanecía centrado en cada una de esas sensaciones, mientras seguía caminando, despacio, sin prisas. Una sensación de alegría irreprimible le recorría todo su cuerpo. Es como si estuviera unido a cada palmo de terreno que recorría. 
Algunos de los tallos que pisaba al caminar, se le clavaban en la planta de los pies, provocándole un pequeño dolor que se transformaba con el siguiente paso en una ligera corriente de placer. Respiraba hondo y profundamente, sintiendo la mezcla de olores de la tierra y la hierba calientes, de los pinos, los algarrobos y las encinas que lo rodeaban. Sentía el zumbido de un insecto o la ligera molestia de alguna mosca cuando persistía una y otra vez en posarse en su piel sudorosa, e incluso algún mosquito desagradable que insistía en llevarse su parte del líquido y rojo elixir, cual pequeño vampiro. Eran momentos mágicos. Seguía en su lento y agradable caminar, cuando de repente tuvo un inesperado encuentro. 
Frente a el estaba parado un pequeño bambi. Pensó en bambi, porque no tenía ni idea del tipo de ciervecillo que podría ser, puesto que él no era ningún entendido. Era de tamaño mediano, ligero con sus delgadas patas, el cuello largo y esbelto. Su pelo era corto, brillante y sedoso, de color ámbar oscuro. El animal lo miraba fijamente con sus grandes y oscuros ojos negros, pudo ver en su mirada la misma fascinación que él estaba sintiendo al permanecer ante tan delicado y grácil ser. El bambi, por así decirlo, ladeó su cabeza sin dejar de observarlo, le recordó a un perrito de esos tan inteligentes, por su gesto. En su testa se adivinaban dos pequeñas astas, ligeros cuernecillos graciosos. Su cuerpo era nervudo y musculoso, y bajo su piel resplandeciente se veía palpitar la vida, en forma de ligeros tics, y un rápido respirar en sus flancos. 
El animal lo seguía observando, quieto. Solo se diferenciaba de una estatua por los rápidos y nerviosos movimientos de sus orejas. Él también lo observó con una mezcla de curiosidad e interés. Era un momento de conexión entre dos especies desconocidas. Dos mundos absolutamente opuestos, el hombre civilizado parado frente a un animal que vivía salvaje su absoluta libertad. Sintió de repente un gran amor y afecto hacia ese animal, al mismo tiempo que veía en ése ser una mirada ausente de miedo pero llena de una inteligencia natural que lo sobrecogía. 
Sintió que el cervatillo, bambi, corzo, o lo que fuera, lo miraba con tierna inteligencia, como si fuera capaz de penetrar hasta el núcleo de su ser. Sintió la unión con lo mas profundo de la naturaleza, y se sintió que formaba parte del todo, de algo superior que lo sostenía y lo arropaba, que estaba allí envolviéndolo con sumo amor. Una consciencia superior, que estaba, había estado y estará siempre uniéndolo a él, a la naturaleza de su entorno y a ese pequeño e inteligente animal.
Después de un tiempo indefinido de intensas sensaciones, el animal picó con sus patas delanteras sobre el suelo, en nervioso gesto, al mismo tiempo que realizaba un juguetón salto hacia un lado con las patas traseras, flexionaba su ligero y fibrado cuerpo hacia delante, como si  lo estuviera invitando a jugar, y de un solo salto se desplazó un metro hacia atrás, para girarse en el aire un cuarto de vuelta y salir corriendo como una exhalación hacia el pequeño bosquecillo que había frente al perplejo caminante.
El animal desapareció con el mismo sigilo con el que había aparecido, y al irse, algo se llevó con él. Una sensación de vacío se apoderó del hombre, como si le hubieran arrancado algo de sus entrañas, como si desapareciera esa parte interior que nos une a la naturaleza. 
Se dio cuenta que tenía la boca abierta, colgando su mandíbula inferior en singular gesto de asombro. La cerró. Con una sonrisa. Aún conectado a la intensa sensación de unión con lo mas profundo de su naturaleza animal. Se sintió huérfano de su parte de ser vivo, y se hizo consciente, al echar de menos la intensa conexión que había sentido con el cervatillo, de que generalmente vivía desconectado de la naturaleza, de la tierra, de sus ancestros, y de los otros seres vivos de diferentes especies. 
Fue como una inspiración, por lo cual se dijo a si mismo, que a partir de ahora iba a tener un mayor contacto con el bosque, saldría a pasear más a menudo y no dejaría pasar tanto tiempo sin disfrutar de los maravillosos parques y caminos que existían cerca de su casa. Se comprometió a realizar más paseos por la montaña, por el campo, el mar y la naturaleza. El solo o con sus amigos, puesto que el intenso instante que había vivido, deseaba volver a sentirlo de nuevo.
       Inspiró profundamente el aire fresco sintiendo los profundos aromas del monte, tensó su cuerpo por unos instantes, y exhalo hasta vaciar sus pulmones mientras relajaba sus extremidades. Dio un paso hacia delante para seguir con su paseo, recordando con alegría y nostalgia, el intenso encuentro frente al precioso ser. 

SAMSARA
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El Mar. SAMSARA

Las olas implacables, al llegar a la rocosa costa, rompían incesantemente. Sentía el rugir del mar cuando estallaba contra la rugosa y laberíntica textura de las rocas. El sonido, si no prestabas atención, era grave y monótono, como el de una tormenta lejana. Pero si prestabas atención plena un solo momento, cerrabas los ojos, y escuchabas con total entrega, se abría paso una infinidad de tonos increíble.

Nunca se había fijado en eso. Escuchaba un crepitar, al mismo tiempo que un bufar, era una exhalación, al mismo tiempo que una inspiración profunda. En un segundo plano un sonido mas agudo daba paso a un rugido áspero, era mágico. Los sonidos se sucedían en un va y ven infinito, lleno de matices, que la mantenían atrapada. Había quedado absolutamente sustraída a ese baile que, si escuchabas en detalle, componía una armonía deliciosa, creando una perfecta y sutil sinfonía, pero que si no lo hacías, sonaba como un maremágnum casi ensordecedor.

                                                                                                            foto cedida por "Imágenes del Alma"
                                                                                                                                          
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  El mar fregaba la rugosa textura, explotaba frente a la pared pétrea y pasaba rápido por encima de las losas marinas, formando pequeñas bañeras naturales de agua salada en los recovecos rocosos. Más allá y alrededor del punto en el que se encontraba sentada sobre el duro y frío suelo de piedra, todo era mar y movimiento que creaba remolinos, ondas, y espuma.

Le salpicaban infinitas gotas, vapor que le acariciaba el rostro, y sus brazos. Destacaba lo agitado del entorno, con la paz interna que ella sentía. Eso le creó una sensación como de incoherencia. Se preguntó el porqué de esa sensación. Una pregunta colgada en el vacío de su mente. Y aunque la respuesta no apareció, ni la esperaba, fue precisamente la falta de contestación lo que destacó y subrayó la paradoja que estaba sintiendo en su corazón.

Pensó que siempre se había asociado el agua a las emociones. Al menos eso decían. ¿Serian así sus sentimientos? ¿Un constante llegar de olas que morían en las rocas de sus pensamientos? Creando un sinfín de explosiones, rugidos. Miríada de gotas en movimiento tal y como en su interior había sentido, tantas veces, esa lucha entre lo que sientes y lo que razonas. Quizás esa analogía, le sugería que era momento de interiorizar. Era el momento adecuado, estaba sola, permanecía ella y la naturaleza brava, como uno de esos cuadros románticos, en los que el hombre se enfrenta en frágil soledad, a la desatada naturaleza.


¿Son mis emociones como la naturaleza en su máxima expresión? Si mis emociones son esta vasta extensión en forma de mar inagotable, entonces es sobre mi, es decir mi consciencia, contra los que el mar (mis emociones) acaba desvaneciéndose? Estas ideas le asaltaron en su mente. Difícil fue abstraerse a esos pensamientos, y aislarlos. Pero se prometió a si misma profundizar sobre la cuestión más tarde.

Permanecía sentada mientras cavilaba, y paseó la mirada sobre sus pies mojados por el mar. Pudo ver a unos centímetros de su pie, un cangrejo de un precioso color rojo coral, caminar de lado por la piedra húmeda. Le causó especial simpatía, y con curiosidad lo siguió con la mirada. Movió sus dedos ligeramente y el pequeño animal se quedó quieto. En alerta, supuso ella. Era muy gracioso verlo, pequeño, insignificante frente la enormidad del paisaje. Pequeño en tamaño, pero con un enorme universo al alcance de sus frágiles patitas. ¿Así somos nosotros en comparación con el cosmos? Pequeños, ¿con frágiles patitas? Tan simple ocurrencia la hizo sonreír, mientras cerraba los ojos y meneaba la cabeza, como desechando esa idea.

Súbitamente sintió ganas de escribir. Se acomodó lo mejor que pudo. Inspiró el penetrante olor a mar, húmedo y pegajoso, tan marcado en la memoria de su infancia. Sacó su querida libreta de tapas de caucho negro, al estilo Hemingway, con su cinta elástica para cerrarla, y se puso a la tarea de reflejar esos pensamientos.

Y escribió en inspirada, aunque también mundana analogía: "los sentimientos y mis emociones están y permanecen ahí, y llegan a mi ser en incesante sucesión, pero es mi voluntad desde la consciencia de mi pensamiento el que dominará ese constante fluir de emociones. No sin generar ruido y reacciones, y sin sentir la acción de esas emociones en mi Ser. Pero si presto atención a mis pensamientos, quizás pueda ser como una playa remota, donde las olas bañen la caliente arena, y no ofrecer así resistencia para disfrutar de la paz y la armonía. Si presto atención, quizás encuentre la sinfonía del mar en mi corazón".

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La Cafetería. SAMSARA

María no se percató del ruido de fondo hasta que el zumbido cesó. El molinillo de café había estado en funcionamiento desde hacía un buen rato. No se había dado cuenta de cuando se había puesto en marcha, pues estaba absorta escribiendo en su portátil. Pero al cesar el persistente rugido del aparato al triturar y moler los granos de café, se creó un abrupto silencio. De repente, las palabras de los que estaban allí, se volvieron nítidas. 

-Es que todos son iguales, siempre me pasa lo mismo- decía una de las chicas que estaban sentadas frente a ella. María, no pudo evitar haber escuchado su conversación. Eran dos chicas de mediana edad, ni tan jóvenes como para expresarse de manera excesivamente vehemente, ni tan maduras como para haber perdido la frescura de la juventud. Una de ellas, la que acababa de hablar, parecía la más mayor, vestía con camiseta de tirantes de color morado, y falda larga con volantes de varios colores. Como lavada y pintada a mano. Calzaba sandalias planas con tiras de cuero. Un aspecto un poco “New Age”. Llevaba el cabello rizado color claro. La otra vestía más standard, con ropa ejecutiva, blusa blanca, pantalón  gris oscuro de talle alto, y zapatos de tacón. Se la veía elegante con su cabello castaño oscuro y lacio. La primera seguía argumentando su descontento: -siempre me pasa lo mismo, con todos me pasa lo mismo. Te prometen esto y lo otro, y luego no se comprometen-. Se la veía triste y desesperada, enrabiada y a punto de llorar. 

Era obvio que hablaban de algún novio. De algún desamor reciente. María sonrió hacia sus adentros, al recordar sus propias experiencias. En algo se parecía a su propia historia, y le era familiar la escena que veía frente a ella. Dos amigas despotricando de su ex novio. Una sonrisa de compasión se dibujó en su bonito rostro.

El aroma del café invadía la sala. Las magdalenas, cruasanes, y otra bollería, creaba un delicioso conglomerado de olores. Ya no se permitía fumar dentro de los lugares públicos, lo que se agradecía, pues así los aromas eran mas auténticos. No había humo en el ambiente y eso también influía en el bienestar del local. Todo ello, muy a pesar de los fumadores, que ahora salían a la puerta a dar rienda suelta a su hábito, cada vez más perseguido y proscrito. La gente entraba y salía de la pequeña cafetería haciendo bullicio, y cuando la puerta de la calle se abría o cerraba, sonaba una campanilla, que se sumaba al ecléctico y encantador ambiente de la cafetería. La música ambiental sonaba flojito, de fondo, y se unía a la sinfonía del ambiente. Era una música de aires orientales, como de flauta y alguna percusión con toques étnicos. Muy agradable.


-Y va, y me dice que no quiere nada serio. Después de todo lo que he hecho yo por él. La cantidad de cosas que me he perdido por estar en su casa, cuidando de él. Y ahora él me deja porque dice que necesita libertad. ¡No hay derecho!- exclamaba la chica del pelo rizado. Los ojos enrojecidos, la mirada triste, y el gesto implorante. No había tocado aun la tarta de queso. Apartó de un manotazo una mosca que la incordiaba en ese momento. Era el vivo reflejo de la impotencia y el fracaso. Al menos ese era su aspecto y lo que transmitía con su postura.

Su amiga, la de cabello lacio, la observaba en silencio. Mantenía una mano sobre la taza de café, mientras en la otra apoyaba su cabeza. La escuchaba con cara de circunstancias, mientras fruncía los labios, enarcaba las cejas y cerraba los ojos, al tiempo que asentía con la cabeza de vez en cuando, como si entendiera perfectamente la frustración de su amiga. La conocía hacia tiempo, y la verdad es que no le extrañaba nada todo lo que estaba contando. No era la primera vez que algún novio la dejaba, y ya le había contado algún que otro amorío antes. La llamaba solo para explicarle sus penas. Para quejarse de sus parejas, o del trabajo. Ella se daba cuenta de que estaba haciendo un papel con su amiga, le decía que lo sentía, y que la entendía, pero en realidad, en lo mas profundo, pensaba que se lo merecía. Puesto que siempre estaba quejándose, y dando la tabarra a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla. Aunque por fuera pareciera que comprendía a su amiga, lo que realmente le gustaría decirle es que se dejara de tantas quejas, y fuera más positiva, y que no la llamara solo para lloriquearle. Mientras iba pensando estas cosas, para sus adentros, se dio cuenta que no prestaba atención a la quejica, que estaba ahí solo de cuerpo presente, y no estaba ya pendiente de lo que la otra iba vomitando. Se sentía una falsa.

Le hubiera gustado decirle: -por lo menos tu tienes tiempo para tener novio, yo no tengo tiempo ni de eso, porque me paso todo el día trabajando-. Se sintió harta de su amiga. Harta de sus quejas y su negatividad. Cansada de ser el pañuelo en el que su amiga vuelque sus lagrimas. Cansada de no tener vida propia, de trabajar demasiadas horas, y encima tener que aguantar el chaparrón de esa pesada, llorica y criticona. Pero no hizo nada. No dejó entrever sus pensamientos, siguió poniendo cara de circunstancias una vez más, mientras aquella "plasta" seguía vomitando resentimientos, tristeza, y culpa.

A todo esto, María las observaba discretamente, con serenidad, mirada franca y abierta, sin juicio. María saboreaba su taza de café. Podría decirse que ella sabia lo que estaba sucediendo entre las dos chicas. Notaba el enfado de una, y el aire ausente y con cierto fastidio de la otra. Le hubiera gustado dirigirse a ellas y a hablarles con calma, transmitirles la belleza y la alegría de la vida. Explicarles a una, que desde la queja difícilmente vivirá experiencias de dicha, y a la otra animarla a hablar desde el corazón, que esa es la mejor manera de ayudar a un amigo. Pero María prefirió ser discreta, lógicamente, no interrumpió la conversación de ambas amigas, no debía intervenir. Sencillamente cerró los ojos y puso la intención en enviarles mentalmente un fuerte deseo de amor y comprensión.

SAMSARA


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El escaparate. SAMSARA


  Al detenerse, vio su figura reflejada en el cristal. El contorno de su cabello, la forma del óvalo de su cara, la línea de su cuello, sus hombros. Una postura familiar se definía y adivinaba en el reflejo que devolvía el escaparate. Por detrás de él se reflejaba el trajín del ir y venir del tránsito y de las personas que caminaban por el boulevard. Se oían los golpes de tacón de las mujeres, en entretenida cháchara, mientras pasaban por detrás suyo, también las conversaciones en voz más grave de los hombres de negocios. Escuchó el rodar de un monopatín, deslizándose a sus espaldas, aunque no se giró.
      El reflejo del escaparate lo había cautivado. Se concentró de nuevo en su figura. Llevaba la ropa de siempre, la que tan a menudo, y por necesidad, se había puesto encima. Sus tejanos desgastados, su camisa blanca, y sus zapatillas urbanas, del mismo color, que le daban cierto aire sport. Siempre había vestido de forma elegante, y en su armario disponía de un fondo nutrido, aunque ya un poco pasado de moda. Tenía buena ropa, vestigio de una época más afortunada, de economía boyante. Aunque era ropa que ya había necesitado usar con más frecuencia de lo que habitualmente él estaba acostumbrado. Dilató sus pupilas de forma natural al superar con su mirada el primer plano de si mismo que le devolvía el cristal. Pudo observar lo que estaba ocurriendo más allá, en el interior de la tienda. Era una tienda de ropa pret a porter, de esas tiendas multimarca que tanto le gustaba frecuentar tan solo hace unos años. Si bien es cierto que últimamente ni se fijaba en ellas. Sabia que no servia de nada entrar en sus tiendas preferidas porque no disponía de suficiente efectivo para comprar buena ropa. Ni efectivo, ni crédito. En los últimos años sus finanzas estaban pasando por una etapa de verdadera austeridad, por llamarlo de alguna manera. Y aunque él afrontaba la situación con gallardía y sin queja, pero no podía evitar echar de menos otros tiempos mejores.
  En el interior de la tienda pudo ver como una chica de buen tipo y elegante atendía a una pareja de mediana edad. El hombre estaba probándose un cárdigan que le venia un poco ajustado en la zona de la tripa, mientras ella iba removiendo unos vestidos de aspecto primaveral. De vez en cuando parecía que la mujer le indicaba al hombre, con gestos o muecas, si la pieza que se estaba probando le sentaba mejor o peor. 
  Permaneció allí, ensimismado, observando la escena desde fuera de la tienda, hasta que el bullicio a sus espaldas lo sacó del trance en el momento en que alguien le dio un ligero golpe con un bolso o una cartera, al pasar rozándolo. Dejó de prestar atención al aparador y al reflejo de su figura, y se dispuso a seguir la corriente de los peatones que circulaban a su alrededor.
  Caminó tranquilamente, como tantas otras veces, con su mochila de tela y refuerzos en piel, colgada al hombro, una mano sobre las tiras de cuero y la otra en el bolsillo izquierdo de los tejanos. Ya no prestaba atención a nada en particular, solo se dejaba llevar por sus pasos. La mirada alta, media sonrisa. A él no le importaba ya la sencillez de su vida, se dijo. Podía echar de menos, a veces, su anterior poder adquisitivo, pero lo que no echaba de menos es la presión de su anterior vida laboral. De ninguna de las maneras. Quizás no disponía del último aparato electrónico de moda, pero disponía de las mañanas libres. Quizás no podía ir a comer a buenos restaurantes, pero podía sentir el calor del sol acariciando sus brazos.
  Él se sentía libre, sin nada que lo atara, sin deudas que lo acuciaran. Tenía poco, pero se sentía grande. Se sentía elevado y ligero. Si bien es cierto que él valoraba el bienestar material, el bienestar financiero, ya no sufría si no lo tenía. Sabia que eso le llegaría cuando aprendiera la lección. Cuando aprendiera que la verdadera abundancia no radica en poder adquirir cosas, si no en disfrutar de lo que la vida ya te ha dado. Abundancia de relaciones, abundancia de amigos, abundancia de salud, abundancia de vida, de experiencias, de sol, y de tiempo.
  Se sentía lleno de amor. Por él mismo, por su mujer, su familia, y las personas que lo rodeaban. Sentía que podía dar simpatía y regalar sonrisas, eso siempre abundaba en él y podía compartir las cosas que él era.
  Ahora iba andando por las callejuelas que cruzaban la amplia avenida por la que discurría minutos antes, mientras experimentaba la dicha que sentía ante la plenitud del momento, se sentía libre, y vital. 
De repente, el calor de la luz del sol inundó el callejón por el que circulaba al desembocar en una pequeña plazoleta de su ciudad natal. Allí se quedó parado, quieto, sintiendo plenamente cómo su rostro se caldeaba y ruborizaba mientras el astro rey calentaba su cuerpo. Que sencillo es sentirse pleno. Ahí se quedó parado, sintiendo, con su vieja camisa blanca, con sus gastados tejanos y sus playeras de tela y goma.

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