El automovil. SAMSARA

          Al cerrar la puerta se hizo el vacío. Siempre le sucedía lo mismo, era como si de repente todo ocurriera en otro nivel de percepción. Suspiró profundamente mientras metía las llaves en la cerradura del arranque del salpicadero. Lo hizo de un modo mecánico, como siempre lo hacía, de manera inconsciente. Pero, esa mañana, sin saber porqué y, de repente, se hizo al cargo. Había entrado en su vehículo cientos de veces, y lo hacía de un modo desapasionado y rutinario, sin prestar atención y habituado a sensaciones ya adormecidas por la repetición del antiguo hábito. Pero esta vez, prestó atención, sin saber exactamente qué lo habia inducido a ello. Inspiró el aire encerrado profundamente, sintiendo el olor de la tapicería, tan familiar, el olor de los plásticos que conformaban el habitáculo. Aunque el coche ya tenía unos años, aún no había perdido su característico olor. Eso le sorprendió y se fijó que estaba recordando el día en que lo estrenó. Se vio así mismo, lo feliz que fué los primeros días con su auto nuevo, ultimo modelo. Pensó en la importancia de los olores, podría decirse que permanecen en la memoria incluso cuando no les prestas atención.

          Decidió que hoy sería un día diferente, hoy iba a permanecer atento a su conducción. Se le antojó un experimento curioso, quizás divertido. Llevó la mano derecha al pomo de la palanca de cambios y sintió en sus dedos el tacto suave, y cálido de la piel, un tanto pegajoso. Puso la marcha un instante después de empujar el pedal del embrague con su pie izquierdo. Sintiò la tensión de su pierna al realizar ese pequeño y ligero gesto y escuchó el tamizado sonido de la marcha al entrar suavemente en la caja de cambios. Al tiempo que liberaba el pedal del embrague, presionaba el pedal del acelerador. ¡Que sensación! Lo había hecho tantas y tantas veces, que no se había fijado en lo mágico que resultaba. El vehículo se estaba moviendo, y se deslizaba. Se dió cuenta que instintivamente sus pies volvían a bailar junto con su mano derecha para volver a engranar la segunda marcha, y volvió a sentir como el coche liberaba la tensión acumulada aumentando su velocidad en el suave deslizar por la carretera. Era como si infinitas fuerzas potenciales se pusieran ahora en armonía sutil. Jamás podía haberse imaginado que la conducción fuera una danza tan profunda.
          ¿Cómo había llegado a eso?, se preguntó mientras a su mente afloraban los recuerdos abotorgados de sus primeros días de conductor, donde sentía esa ligera ansiedad de estar manejando esa estructura de metal y caucho con un potencial dinámico inexplorado. Dejó de lado la experiencia de los cambios de marchas para centrarse en la sensación de conducción. Sus manos, y pies, su vista y oídos permanecían atentos de forma inconsciente mientras él iba evolucionando con su auto por la despejada carretera secundaria. Sintiò como su mirada barría con efectiva clarividencia todo lo que había en su entorno, era capaz de observar detalles que ni siquiera podía imaginar, su vista iba del margen de la carretera, el entorno, la propia calzada, se concentraba en la lejanía, volvía al espejo retrovisor, a los indicadores de velocidad y de nuevo a la calzada. Incluso tuvo tiempo de admirar el vuelo de un ave allá en el cielo mientras dedujo que los campos que se extendían allá en el horizonte eran a la derecha de amapolas y girasoles a la izquierda. Se sorprendió que pudiera percibir tantos detalles a la vez mientras conducía su vehículo. Se maravilló de cuantas cosas se perdía por no estar concentrado en sus percepciones cada vez que subía al coche.
          Sintió la vibración en todo su cuerpo, la sensación cinética de deslizarse a través del basto espacio. Los ruidos sordos de los neumáticos y el motor, y el crujir del interior. No pensar en otra cosa que no fuera los eventos que ocurrían en la conducción le estaban llevando a una dimensión para él desconocida. Se acordó en ese instante de un famoso anuncio de marcas de coches, por lo que bajó la ventanilla y sacó la mano por fuera, dejando jugar su mano desnuda y su camisa arremangada en el
antebrazo, con el viento que creaba el propio avance del vehículo. Sintió profundamente la emoción y el placer, si dejaba la mano muerta el viento la impulsaba hacia atrás, si alisaba la palma de la mano contra el viento sentía su resistencia y si abría los dedos notaba como el viento fresco jugaba entre sus largos dedos. Fue un trayecto apasionante, en que no se perdió en pensamientos cotidianos sin sentido, sino que disfrutó enormemente de las sensaciones que algo tan cotidiano como conducir, podían causarle. Se sorprendió gratamente y se prometió a sí mismo volver a repetir. Permanecer en presencia, observar cómo su brazos, piernas y sentidos, eran capaces de ejecutar tan armónicamente un acto tan reflejo como la conducción le pareció maravilloso. Es en lo cotidiano, es en lo pequeño, donde más puedes sentir lo maravilloso de las percepciones. Se prometió a sí mismo volver a realizar aquel pequeño juego, aquella ligera experiencia, ese momento de sentir profundamente algo tan aparentemente banal.

SAMSARA
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El pie descalzo. SAMSARA

     Con cada paso se le clavaban en sus pies descalzos millones de agujas. Era como si diminutos cristales penetraran su piel y su carne y le atravesaran provocándole un calambre que le recorría desde los pies hasta su médula espinal. El agua estaba fría como el hielo, y sentía que sus dedos estaban ya entumecidos. Además las plantas de sus pies las notaba tensas, como a punto de romperse, de lacerarse. Pero era solo una sensación, porque sabía que nada de eso iba a ocurrir.

     Sus huellas quedaban marcadas a lo largo de la desierta playa, a veces borradas por las propias olas que iban barriendo la estela que iba dejando al caminar, como si fuera el camino de toda una vida, que a veces por el infortunio también era borrado y olvidado por alguna ola purificadora.

     Era muy temprano, pero el sol empezaba a calentarle tímidamente la parte posterior del cuello, los hombros y la espalda. Caminaba sintiendo profundamente cada uno de sus pasos, con la atención puesta solamente en ese mágico momento. Había salido pronto de casa en un día normal de entre semana, mientras su pareja seguía durmiendo, al abrigo del caluroso edredón. Era ese momento del año en que si te abrigas mucho sudas, y si te quitas ropa pasas frío.

     El rugir del mar y las olas era suave y dejaba escuchar el sonido de las aves marinas. Una golondrina de mar chillaba a sus espaldas, con voz aguda, como si se estuviera riendo, mientras pasaba veloz a ras de mar, entre las olas. No era la única persona que había madrugado, pues pudo ver algún esforzado corredor a pocos metros en el paseo marítimo. Aunque a ninguno se le había ocurrido la "locura" de meter sus pies en el agua en esa mañana, fría aún, de primavera.

     Su calzado deportivo iba dándole golpecitos en las caderas, pues las había atado por los cordones y las llevaba colgando a modo de bandolera sobre uno de sus hombros. Los pantalones de algodón los llevaba arremangados por la pernera. Como los pescadores. Aunque estaban ya empapados hasta las rodillas, puesto que era imposible no mojarse. Sus pies se hundían sobre la arena mojada y cuando los levantaba en el siguiente paso salpicaba agua y arena sobre sus propias piernas.

     Le encantó la experiencia, que no había planificado con anterioridad, y se dijo para sus adentros, que volvería a repetirlo. Sentía la soledad del momento, las sensaciones que le proporciona el momento presente. La ausencia de pensamientos que le proporcionaba sentir el ligero pero penetrante dolor de sus pies. La frialdad del agua en contraste con el calor que su cuerpo empezaba a sentir. La audacia, aunque pareciera baladí, de vivir esa experiencia en un día normal de una vida normal, lo había convertido en algo extraordinario.

     Se paró, cerró los ojos, sintió el dolor. Lo inspiró, tomando el aire desde su abdomen, y lo exhaló largamente, con un suspiro lento, mientras abría los brazos a la vida, a los sentidos, a la consciencia absoluta de formar parte de ese instante vivido, y que sabia no iba a poder perpetuar. Así lo sintió y así lo grabo en sus memorias, sanando con seguridad muchos momentos no tan presentes. Muchas instantes que nunca jamás volverán a ocurrir.

     Abrió los ojos, feliz por saber, que a pesar de ello, aún tenía otra infinidad de experiencias que vivir, infinidad de sensaciones que sentir. Y siguió caminando por la fría orilla del mar, por la efervescente rompiente de las olas de primavera...

SAMSARA

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El Rompeolas. SAMSARA

Permanecía sentado encima de la amplia piedra. Sentía la dureza de la superficie fría al contacto de su trasero, y el frescor le hacía sentir vivo. Además, contrastaba con el calor del ambiente. El sol estaba en todo lo alto del cielo, el cual brillaba intensamente azul, en un precioso día de primavera. Ahí estaba él, sobre una gran roca del espigón del puerto. Rodeado de otras grandes losas similares a la que había elegido para tumbarse. Las grandes rocas dispuestas en hilera, hacían de dique y dejaban en calma y al abrigo las aguas internas del puerto, protegiéndolas de los embates del mar abierto.

Se le había ocurrido la idea hacía poco rato. Hacia una hora aproximadamente. Decidió bajar al puerto de su localidad, con un libro en la mano para disfrutar unos minutos de un precioso día. La verdad es que ahí, expuesto a la intemperie sobre las enormes losas del puerto, hacía más frío del que se imaginaba mientras caminaba sobre el asfalto cuando se dirigía al rompeolas. La brisa marina soplaba más fresca ahí, al borde del mar, que en el interior del pueblo, a solo pocos metros. Por lo que la ropa que llevaba era insuficiente para abrigarse. Por suerte el sol calentaba, y pronto se habituó. 

¡Que sensación maravillosa! Exhaló el aire en un prolongado suspiro, dejando ir las emociones del día, mientras se tumbaba recostándose hacia atrás, con las manos entrelazadas en la nuca, a modo de cojín. Había dejado a un costado el libro que había llevado para leer un rato. Cerró los ojos, al tiempo que inspiraba el aire húmedo con el característico olor a salitre y a mar. Sentía el contraste del frío sobre su espalda, que le subía a través de la ropa desde la losa, con el calor del sol sobre su pecho, que le irradiaba como si fuera una manta térmica invisible. Se estremeció de un ligero placer, recorriéndole un escalofrío desde fuera de su piel hasta el núcleo de sus entrañas. 

Sentía ese momento profundamente mientras escuchaba hipnotizado el batir de las suaves olas sobre las piedras. Rítmicamente. En infinita constancia. En inagotable batir. -Tal y como la vida es desde el inicio de los tiempos-, pensó. Universo eterno, permaneciendo en movimiento constante, inalterable, por encima y a pesar de quién por unos instantes halla reparado en ello, como él en este preciso momento.

Pasaron unos minutos, no sabría cuantos, puesto que se adormiló. Esa sensación como que no estás ni despierto ni dormido. Quizás estás en ese límite entre la vigilia y el sueño. Se movió ligeramente, sintiendo la incomodidad de la dura e irregular superficie, y notó como algo se deslizaba por la losa con una fricción ligera. Abrió los ojos sobresaltado, y vio escurrirse su libro, hacia abajo por una grieta entre las grandes piedras. Al quedarse adormilado, posiblemente el libro le había ido cayendo sin poder hacer nada por evitarlo.

-¡Vaya!- Exclamó, mientras se tensaba. -¡Con lo bien que estaba hace unos segundos!- En cualquier otro momento hubiera exclamado alguna maldición y echado pestes por su mala fortuna. Pero sin saber muy bien porqué, se quedó mirando desde arriba, con su cuerpo medio girado sobre la roca apoyado sobre un codo y con cara divertida, dejando ir un largo y pausado suspiro. Dejó el momento de improvisada meditación, y en seguida, desde su atalaya, empezó a activar su mente para ver cómo podía recuperar su libro. 

SAMSARA


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La Cocina. SAMSARA

     Se movía rápidamente de un lado a otro, aunque en todo momento sabía lo que estaba haciendo, mientras canturreaba una canción. Cortaba los ingredientes sin vacilar, con un buen cuchillo, y los lanzaba sobre la chisporroteante cazuela con alegría y desenfado, como si no tuviera mayor transcendencia. Aparentemente. Porque un observador se daría cuenta enseguida de que estaba absolutamente concentrado. 
     Miraba a sus amigos con picardía, mientras charlaba de esto o de lo otro, pero podría asegurarse que no hacía nada en su cocina, que no fuese fruto de la inspiración. Ahora cogía esto, lo cortaba, ahora cogía lo otro, lo troceaba, y respirando profundamente los iba mezclando con gracia y arte. 
     Un aroma untuoso se elevaba desde los fogones, era una aroma profundo, que te incitaba a permanecer absorto, a observar la escena con la ilusión y la curiosidad de esperar cual sería el próximo movimiento, y como lo realizaría. 
     Él estaba completamente abierto a las respuestas que surgían desde su interior. Es como si cocinara desde el alma, ahora giraba sobre sí mismo, ahora cortaba unas alcachofas, ahora troceaba unos tomates, mientras seguía canturreando. 
     Fluía constantemente, y veías como se preguntaba a sí mismo, cerrando los ojos mientras con su dedo índice se tocaba los labios, en actitud reflexiva. De repente abría los ojos, y se lanzaba sobre la despensa o sobre sus cajones. Había escuchado su respuesta. Abría el cajón de las especias, tocaba cada uno de los tarros, hasta que sus dedos se cerraban sobre uno de ellos. Su cuerpo hablaba, no su mente. Sus sensaciones le dictaban la cantidad, los ingredientes e incluso hasta las vueltas que daba a su cuchara de madera sobre la cazuela.
     En otro de los fogones se estaba cociendo algo más, él lo apagó con diligencia y dejar reposar el contenido sobre los mármoles adyacentes. Se manejaba con fluidez, con la armonía de quién dominaba sus tareas, con la soltura de quién, dejando aflorar sus percepciones de alquimista, creando su propia receta.
     Los amigos seguían su ritmo de conversación, observándolo. Él intervenía de tanto en cuanto, sin distraerse de su faena. Trabajo que lo absorbía y magnetizaba y que le hacía sentir la transcendencia de su labor. Él estaba ofreciéndoles lo mejor de sí mismo, con esa media sonrisa, con ese amor que se entreveía mas allá de sus movimientos.
      Los aromas inundaban su cocina, y su presencia inundaba las miradas, mientras con la misma diligencia que había cocinado, iba colocando los platos sobre la mesa, los cubiertos, vasos, servilletas, agua. Ellos también lo ayudaban a poner la mesa. ¡Que menos! 
     Pronto todo estuvo preparado, era una comida sencilla, sin grandes florituras, pero hacia un aspecto buenísimo. Era el resultado de su sabiduría, la consciencia, el fluir desde el corazón, y el amor por sus amigos.
    Cuando todos degustaron la comida, pudieron sentir la alegría en sus corazones, sintieron elevar sus almas, mientras se miraban y asentían entre ellos, mostrándole al cocinero, sus reverencias y reconocimiento. 

SAMSARA

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La Libertad. SAMSARA

     El viento despeinaba su melena rubia, los cabellos se le venían hacia adelante y se le enganchaban en el sudoroso rostro. Sus mejillas se arrebolaban enrojecidas, y en su boca se expresaba una feliz sonrisa. Respiraba de manera entrecortada, con el ritmo pausado de sus zancadas. Notaba el impacto del suelo en cada uno de sus pies, en alternancia: uno, otro, uno, otro... La sensación subía por sus musculadas piernas con cada paso. Su pecho y su abdomen sentían la presión de la respiración fuerte, y ella notaba como el aire fresco penetraba en su boca y pasaba a sus pulmones, y al mismo tiempo le venía a la cabeza, se suponía que por analogía, la rítmica imagen de la caldera de una locomotora de carbón, dejando atrás un rastro de vapor de agua.
     Aprovechaba esos momentos en los que practicaba su deporte favorito, para dejar ir la mente y no pensar en nada. A veces se ponía la música en los auriculares, y a veces lo hacía sin ellos para poder sentir aún más las sensaciones físicas, sin distracciones y en plena atención a lo que su cuerpo le sugería. Había días que le apetecía correr más fuerte, sin embargo, hoy había decidido un ritmo lento, pues el fuerte viento que soplaba le dificultaba el paso. Sentía el frescor húmedo y el aire frío que venía desde el mar, mientras ella trotaba por el paseo marítimo. Se cruzaba con otros esforzados deportistas, a veces adelantaba a alguien, y a veces era alcanzada por otros. Pero no sentía espíritu competitivo, pues cada uno iba a su aire, sin más.

     Apareció una ligera punzada en su costado, típica sensación de cuando haces un esfuerzo, aunque la experiencia le había enseñado que si seguía corriendo se le pasaría. Pero esta vez prestó de nuevo atención a esa sensación, sabía que si lo hacía se olvidaría de otros temas más mundanos. Cuando solía ir a correr, procuraba siempre hacer ése ejercicio, que la mantenía anclada cíen por cien en el momento presente. Para ella correr era una sensación soberbia, excepcional, era lo más parecido a volar que se le ocurría, el viento, la libertad, la falta de prejuicios, olvidar los problemas cotidianos del trabajo, la elevaban de manera sublime por encima de la realidad. Era un pequeño momento para disfrutar de sí misma, ni jefes, ni compañeros, ni siquiera su novio... solo ella misma y las sensaciones que le provocaban correr a buen ritmo cerca de la playa.

     Si tu, lector, pudieras observarla sin más, allí la verías a ella. Bregando contra la inclemencia, sintiendo como el calor de su cuerpo se esfumaba con cada racha de fresco viento, con cada paso que daba. Y así, olvidando el mundo, la verías seguir avanzando. El espíritu libre, la sonrisa en su rostro, el paisaje a sus pies...

SAMSARA
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El Frío. SAMSARA

     El silencio sólo era interrumpido por un ligero y rítmico golpeteo, casi imperceptible. Los copos se posaban parsimoniosamente sobre su chaqueta de plumas. Cuando levantaba la mirada el cielo parecía difuminarse sin límites, de un color blanco azulado que todo lo cubría. Descendían los copos de nieve, en ligera danza que le parecía curiosa e infinita. Los diminutos cristales formaban ligeras estructuras que dibujaban las características estrellitas que se ven en todos los mapas del tiempo y que representan el frío elemento. En efecto, el frío le penetraba a través de sus ropas especializadas, pero era agradable, las llevaba un poco abiertas para poder sentir el frescor, la libertad que le hacía sentir el frío de la silenciosa montaña. Caminaba sobre la blanca superficie, dejando un rastro con las huellas de sus botas de montaña. Iba bien equipado y preparado. Un gorro de lana con orejeras y
borla, al estilo andino, le protegía la cabeza. Se lo quitó, pues le picaba el cuero cabelludo, y disfrutó nuevamente de la sensación de frío y libertad. ¿Qué tendrá que ver sentirse libre, con el frío?, se preguntó para sí mismo. Tampoco le preocupó no obtener respuesta, fue más bien una pregunta retórica, aparecida en su diálogo interior, que se desvaneció mientras se pasó la mano desnuda frotándose el rubio cabello. 
     Suspiró agradecido, por vivir esa experiencia casi mística, de soledad y silencio, recogimiento y plenitud. Inspiró profundamente el olor de la montaña, a pino húmedo, casi imperceptible, puesto que su nariz andaba un poco taponada por el intenso frío. Exhaló largamente, destensando su cuerpo, relajando las articulaciones, dejando ir los pensamientos. Era increíble, hacía pocas horas había estado en la ciudad, y ahora ahí estaba, en plena naturaleza. Formando parte del lento devenir de la ligera nevada. Formando parte del paisaje. Un hombre, solitario, frente a la inmensidad de sus sensaciones. Siguió caminando, sintiendo como sus botas se hundían en la recién caída y vana capa blanca. El sonido de los guijarros al contacto del peso de su cuerpo, se hacía sordo, como un ligero zum zum, que se perdía en la nada que lo envolvía. Sabía dónde se encontraba porque a cada tantos tantos metros se encontraba las indicaciones del parque natural. No había perdida. 
     Volvió a cubrir su cabeza, aceptando con gratitud el calor que le confería la lana del gorrito. También cubrió sus manos de nuevo. Estaban frías, y los guantes también, pero resultaba un placer, saber que en pocas horas descansaría de nuevo frente al fuego de la cabaña. Caminaba por el plano a una altitud de unos 1800 metros, no era mucho, pero aun así notaba la falta de oxigeno cuando intensificaba el esfuerzo. El baile de los diminutos copos continuaba a su alrededor, al ritmo de una música inexistente, haciéndolo sentir un intruso que rompía la paz reinante. Era maravilloso saber que estaba pisando esa fina capa nívea por primera vez, y eso lo hacía sentír único y especial. Y el calor que sentía desde lo más profundo de su corazón, abrigado en su ropa, aún contrastaba más intensamente con el frío que lo envolvía. Ese viaje lo decidió hace pocos días, era una escapada que necesitaba, no sabía muy bien porqué. Pero ansiaba la libertad que proporciona la soledad, el contraste del hombre frente a inmensidad de la naturaleza. Así se sentía él mientras atravesaba el paisaje por la llana extensión rodeada de bosque. 
     Hizo acopio de las sensaciones que estaba viviendo, guardando cada una de ellas en la memoria de su cuerpo, en los registros de su neurología, para tenerla presente en aquellos momentos cotidianos, cuando vuelva a la ajetreada ciudad donde desenvolvía su cotidiana vida. -Gracias naturaleza, por estar ahí, cuando yo te necesito- se dijo. Gracias, gracias, gracias. 

SAMSARA
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El Garito. SAMSARA

     El ambiente oscuro en el que se encontraba se iluminaba por momentos cuando un haz de luz rompía la negrura de la sala de baile, eran rayos de luz rojos, otras veces blancos y también azules. El baile de luces cruzaba el aire en direcciones opuestas unos instantes, o todas al unísono en otros momentos, como si barrieran el espacio en busca de las motas de polvo que flotaban en suspensión. El aire enrarecido, olía a una mezcla de ambientador con perfume a chicle de fresa y el sudor de los que allí se encontraban. La música sonaba ensordecedora, al ritmo de Rock Duro. Las gentes bailaban a su alrededor, contorneándose, moviendo la cabeza rítmicamente, y dibujando grotescos gestos en sus rostros. Eran caras blancas y lívidas, perladas de sudor. También se olía el dulzón hedor de las bebidas de alcohol. Parecían abstraídos en su danza de gestos tribales rudos y espasmódicos, como de trance en algunos casos.
     Ella observaba la escena agobiada por las sensaciones. Sentía la música latir profundamente en el fondo de su pecho. Sentía el calor de los cuerpos de las personas allí reunidas, a pesar del intento de mantener el local a una temperatura adecuada, por el frío generado por los equipos de refrigeración. Por la angosta sala de fiestas se esparcían mesas negras y taburetes de forma cúbica, forrados de terciopelo rojo, el cual se adivinaba raído y desgastado. Las copas medio llenas y los botellines de cerveza se apilaban en las repisas, mesas, y altavoces, marcando cercos húmedos y diseminadas sin aparente sentido, como si se trataran de las piezas de una loca partida de ajedrez.
     El ambiente era asfixiante, y ella estaba incómoda. Había venido con sus amigas, pues a ella le encantaba bailar y dejarse llevar por la música, pero aquello no era de su agrado, ahora mismo la voz del cantante, ronca y aguardentosa, sonaba en los altavoces, mientras la batería martilleaba y las guitarras extendían su serpenteante y eléctrica melodía infernal. No se podía hablar, aunque alzara la voz, no conseguía hacerse entender con sus amigas. Alguien se le acercó y le gritó al oído, sintió en su cuello el calor de su aliento, la humedad salpicada por los gritos y el olor a cerveza. El pelo lacio y mojado del personaje que le estaba diciendo algo se le enganchó en su mejilla. Ella instintivamente se apartó.
     Definitivamente, ese sitio no era de su agrado. Se separó de la columna sobre la que estaba apoyada tomando impulso con su delgado y bonito cuerpo. Su ropa de tonos claros, destacaba con las indumentarias de la mayoría, se dirigió a donde sus amigas y les gritó declarando sus intenciones de marcharse e irse a casa. Ellas intentaron decirle algo, pero no las oyó. Las besó con amor y cariño, las abrazó con gesto amable, deseándoles con su dulce mirada que lo pasaran bien.
     Con pasos firmes y decididos, atravesó la sala para dirigirse a la salida. Era como abrirse camino por un lodazal. No se sentía a gusto. Cuando por fin abrió la puerta que daba a la salida, una bocanada indescriptible de frescura vivificó sus sentidos, desde la coronilla hasta el vientre. El aire fresco de la noche, el aroma a lavanda y al césped de los jardines adyacentes la acogió, sosteniendo sus emociones con la claridad de la luz limpia. Tomó, sorbió, y se inundó de una bocanada de aire puro. De aire brillante. Del luminoso espacio de la noche clara. La luna resplandecía en el firmamento. -Deben quedar unos cuatro días para que sea llena-, pensó. 
     La energía que sintió en su cuerpo era vibrante, azul diamante. Sintió, con placer, la energía recorrer su cuerpo, mientras la fresca brisa de la noche, agitaba su blusa clara y la falda corta color tierra. Hinchó su pecho una vez más, y comenzó a caminar, alejándose de la desvencijada sala de fiestas. Había tomado la decisión correcta, había dejado a sus amigas, había abandonado aquel lugar y se sintió aliviada. 
     No miró atrás, caminó hacia la estrellada y luminosa noche, por las calles de la coqueta ciudad residencial, con la seguridad de que, al igual que había hecho esa noche, debería hacerlo en la vida. No iba a dejarse llevar nunca más por las modas, por lo que otros le dijeran, iba a dejarse guiar solo por ella misma, por lo que sentía y por lo que necesitara, aunque en un principio tuviera que caminar sola. Había sido una decisión difícil, más de lo que pudiera parecer, siempre había seguido a sus amigas para que no la rechazaran. Muchas veces había actuado para complacer a otros más que a sí misma. 
     Una sonrisa se dibujó en su rostro, que se iluminó con un resplandor interno, mientras seguía su caminar alegre y desenfadado, con los brazos abiertos, la mirada alta, y una sonrisa dibujada.

SAMSARA


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