Las llamas envolvían al tronco como si siguieran el ritmo de una melodia romántica, a veces lo abrazaban y a veces discurrían de arriba abajo formando una hipnótica danza que lo tenían absorto en sus pensamientos vacíos.
El crepitar y las pequeñas chispas que se elevaban aquí y allá a lo largo del hogar de fuego lo sumergían en una especie de modorra cautivadora a la que se había sometido sin ofrecer resistencia, dejando sus pensamientos a un lado y centrándose en sus sentidos y las percepciones que desde ellos le llegaban.
Junto al chisporroteo de las llamas sobre la madera seca, se escuchaba a veces un ligero silbido al escaparse el aire desde el interior de los troncos, el olor del humo le evocaba momentos de su niñez, cuando su padre encendía el hogar allá en la casita de campo familiar a la que acudían los fines de semana.
El olor del fuego tenia esa cualidad que le llevaba a tiempos pasados, milenarios y tribales. El calor que sentía en su cara era rojizo, intenso, tenía esa cualidad amorosa que le transportaba al mimo materno, a la caricia cálida que todo niño reclama para sí. La piel se le secaba al permanecer tan cerca del fuego, se le enrojecía, y le picaba frente a ese calor extremo. Tuvo que acomodarse y alejarse un poco.
Bebió un sorbo del té que se había preparado, precisamente poniendo una tetera de hierro forjado sobre las brasas. Sintió el aroma del té caliente al acercar su taza a su boca, y se mezcló con el olor del fuego, la madera ardiente, las ascuas y el humo. Era una combinación intensa de aromas, a los que se sumó el sabor del cardamomo, la canela y el gengibre. Bebió, degustando la infusión especiada.
Sus sentidos se estaban llenando, y una sensación de placida felicidad le embargó en ese instante. Definitivamente la modorra lo venció, se quedó ausente un tiempo indefinido, dejándose acurrucar por el calor, el aroma intenso de las especies, el sonido arrullador del fuego. De repente un sonido agudo lo sacó de su letargo. No supo cuánto tiempo quedo con la mente en blanco, pero si fue consciente de lo placentero del momento.
No tuvo que girarse a ver que sucedía, pues supo enseguida cuál fue el origen del sonido que lo transportó al momento presente. Fue un sonido como de campanillas repiqueteando. Rápidamente dedujo que era una de las bolitas del árbol de Navidad que había a su derecha. Esa bolita ya había caído antes porque el hilo que la ataba a la ramita del abeto, que él y su mujer habían decorado con tanto cariño y esmero, estaba defectuosa.
Al fin, se desperezó, estiro sus brazos y se levantó. La cara le ardía y tenía ahora demasiado calor. Resopló para liberar algo del calor interno que sentía y buscó con la mirada la bolita rebelde. Ahí estaba, reluciente a pocos pasos suyos, refulgiendo por el reflejo de la luz de las bombillas navideñas y por el reflejo de las llamas del hogar.
La recogió con cuidado y se dispuso a devolverla de nuevo al árbol navideño de la que se había caido. Mientras hacía de nuevo un pequeño nudo y sonreía para sus adentros, feliz por disfrutar de ese momento.
SAMSARA