El Desayuno. SAMSARA

Él estaba absorto en sus pensamientos, valorando distintas opciones que se le presentaban ante sí. Estaba en un momento en que debía tomar decisiones importantes en su vida y en su negocio. Del paso que diera y de la decisión que tomará dependía parte de su futuro inmediato, y eso lo preocupaba. No tenía muy claro hacia que dirección debía dar sus pasos, y esa circunstancia lo tenía ensimismado mientras se llevaba una taza caliente a sus labios.

-Entonces Esther me dijo que Fernando, el del departamento de logística, le había tirado por tierra todo su trabajo. Ese tío es un déspota, siempre les hace lo mismo a las chicas de la oficina-. Ella le estaba explicando algo de forma acalorada, vehemente, era algo que había ocurrido el día anterior en su trabajo. Su relato le sorprendió, apareciendo, de repente, más allá de sus pensamientos. En ese momento se sintió culpable porque no le estaba prestando atención.

Asintió de forma automática, intentando disimular que no se había enterado de la mitad de su parloteo. Él la fue interrumpiendo con algunas preguntas, intentando buscar en sus respuestas el hilo de la conversación que había perdido. No se atrevió a decirle que no la estaba escuchando.

Élla se extrañó de que le hiciera esas preguntas, puesto que hacía un buen rato que le estaba explicando sobre su amiga Esther y lo que le pasaba en el trabajo, pero le respondió con paciencia, pues ya estaba acostumbrada a que él hiciera esas cosas.

Estaban en la terraza de su casa, desde la que se veía el mar, allá a lo lejos, aprovechando la buena temperatura del verano, y desayunando tostadas de pan con queso fresco y mermelada. Era uno de los mejores momentos del día, pues podían compartir unos minutos de relax antes de empezar su jornada laboral, disfrutaban de ese momento íntimo, de unidad, en el que se explicaban cosas relevantes para ellos, y que les daba fuerzas y ánimo para empezar su cotidianidad.

Ante el remordimiento por la culpabilidad por no haberle prestado toda la atención que se merecía, él había logrado reconducir la situación de forma airosa, ahora seguía lo que ella le explicaba absolutamente conectado, plenamente pendiente de ella y dándole su parecer en algunos momentos en que ella le dejaba espacio para ello.

Se mezclaba el aroma del café, con los cítricos del zumo de frutas licuadas. Cada día disfrutaban de ese momento que tanto los unía. Se creó un instante de silencio, como tantas veces, y pudo degustar el intenso sabor del café americano que se estaba tomando. El contacto caliente del líquido en sus labios, seguido del sabor que le inundaba el interior de su boca, donde se expandía el sabor en toda su voluptuosidad, para notar como bajaba por su garganta el ardiente café. Siempre se sorprendía. -¡Por dios, que bueno!- exclamó. Se lo dijo a ella, con cotidiana naturalidad, mientras elevaba la mirada en expresión de sumo placer.

Ella le sonrió, mientras lo miraba, confirmando con una sonrisa cómplice lo que él estaba sintiendo. Ella mordisqueo la punta de su biscotte, deleitándose igualmente de ese acto tan sencillo. La tostada estaba atiborrada de queso fresco, una variedad de requesón, y por encima había dispuesto unas cucharaditas de mermelada de frambuesa de calidad ecológica. También elevó la mirada, mientras fruncía los labios, en una mueca de placer exagerado. Un gemido de gusto y complacencia salió de su garganta, a pesar de mantener la boca cerrada mientras degustaba su sencillo manjar.

Ambos estaban disfrutando de ese momento tan suyo, tan ordinario, tan mágico. Sorbían el zumo de frutas naturales, recién licuadas. Naranjas, zanahorias, melón, fresas, melocotones. De color anaranjado intenso, tirando a rojo coral, el jugo estaba buenísimo. Al sorberlo por el interior de los labios, la boca semiabierta, podían oler su aroma ácido mientras el líquido llenaba sus bocas. Sabor que colmaba sus papilas hasta su máxima intensidad, frescor natural que dejaban pasar por su garganta en un acto casi obsceno de placer. En ese momento no había espacio para más, ni para el pensamiento, ni para las preocupaciones.

Cuando ya estaban acabando de desayunar, cuando las sensaciones se desvanecían, entonces dejaban paso al resto del día y ese instante marcaba, con su extinción, el momento de retomar las preocupaciones: las estrategias comerciales del negocio de él, o el día a día de las relaciones laborales de ella. Siguieron charlando durante unos pocos minutos más de aquellas cosas que les inquietaban, aquello que preveían podía ser su jornada, como preludio que anunciaba su inminente vuelta al trabajo ordinario. Poco a poco la magia del momento se fue diluyendo, dejando paso a la vida, o a otros aspectos de ella, no tan sublimes, no tan mágicos.

Volverían a verse al atardecer, antes de la cena, y volverían a compartir.

SAMSARA

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El mirador. SAMSARA

La ciudad se extendía al fondo y abarcaba toda su vista cuando miraba al frente. La mirada podía perderse por el tejido del tapiz que formaban los edificios y calles, avenidas y parques, como si de una enorme trama y urdimbre se tratara. Se entretenía su mirada allá al fondo. Vastamente, interminable. Tapiz infinito de tonos grisáceos, y azules, multicolor un tanto apagados por la bruma del horizonte, pero llenos de vitalidad y movimientos. La ciudad a sus pies.



Una valla metálica sencilla, corroída la pintura, descascarillado el esmalte, por el paso del tiempo y la intemperie, era lo único que la separaba del abismo. Allí estaba, con su cabello moreno al viento, su barbilla elevada, los ojos semicerrados, aspirando el aire y llenando su abdomen con una inspiración profunda, que provocó un suspiro largo y liberador.

Sus ojos recorrían el multicolor espacio de derecha a izquierda, perdiéndose en los detalles que a pesar de la lejanía era capaz de captar. Ahora un popular rótulo luminoso, seguido de un edificio singular. Iba reconstruyendo en su mente la tan conocida ciudad de su vida, donde siempre había vivido, una gran capital. Los recuerdos de su vida la estremecían mientras sentía como su ser se vivificaba. Estaba impresionada. Estaba consciente de sus emociones, del sentir que le provocaba mirar, desde allá en la distancia, el lugar donde había crecido.

Se hallaba en un mirador, paralelo a la poco concurrida carretera secundaria, salida trasera de su ciudad, antaño muy concurrida, hoy casi en desuso. El caso es que actualmente la ciudad disponía de infraestructuras más modernas, vías de comunicación rápidas, por donde el tráfico rodado entraba y salía de esa gran urbe.

En esa carretera ahora podía verse alguna persona como ella, en actitud melancólica, o pensativa, observando la ciudad, o alguna pareja de jóvenes enamorados que buscaban un lugar tranquilo donde dar rienda suelta a la pasión nueva, casi prohibida.

Un mar de emociones le venían al presente, se le mostraban vívidos mientras paseaba la vista por esa alfombra tejida por ríos de asfalto, luces de semáforo, de vehículos circulantes, construcciones de un Lego gigante que a media tarde intensificaban su febril actividad, pues pronto las oficinas irían, poco a poco cerrando, escupiendo a sus trajeados empleados, que afanosos y adormecidos, irían pronto retornando a sus hogares, a vivir su vida pequeña.

Esa tarde ella había querido sentirse sola, respetarse a sí misma haciendo algo que le llamaba la atención desde hacía tiempo, y decidió concederse ese paseo, para ver, sentir, y emocionarse mientras se alejaba del centro de su vida, como si de un ejercicio sutil, sublime, se tratara. Para observarse desde lejos, su vida desde la distancia, como si de un observador ajeno se tratara, como si fuese un observador apartado y lejano de sí misma.

Y lo sintió. Sintió la lejanía, el cambio de perspectiva. Sintió como al observar su ciudad desde la distancia era como observar su vida desde la lejanía. Sin la carga del presente, sin la presión del futuro ni el pesar de su pasado. Era tal como si ella misma se estuviera viendo allí dentro del damero de hormigón, asfalto y luces, pero al no saberse allí dentro, su vida se expandiera. Si hubiera tenido que expresar en ese momento lo que le emocionaba, no hubiese tenido palabras, puesto que era una sensación de integración, lucidez e individualidad al mismo tiempo. Ella, en el todo. Su consciencia en el universo. Unión de lo único con la diversidad.

Volvió a suspirar largamente, mientras el viento le llevaba los cabellos a la cara y volvía a llenar los pulmones, de un aire de repente más limpio, más enérgico, más lleno de vida.

SAMSARA
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El automovil. SAMSARA

          Al cerrar la puerta se hizo el vacío. Siempre le sucedía lo mismo, era como si de repente todo ocurriera en otro nivel de percepción. Suspiró profundamente mientras metía las llaves en la cerradura del arranque del salpicadero. Lo hizo de un modo mecánico, como siempre lo hacía, de manera inconsciente. Pero, esa mañana, sin saber porqué y, de repente, se hizo al cargo. Había entrado en su vehículo cientos de veces, y lo hacía de un modo desapasionado y rutinario, sin prestar atención y habituado a sensaciones ya adormecidas por la repetición del antiguo hábito. Pero esta vez, prestó atención, sin saber exactamente qué lo habia inducido a ello. Inspiró el aire encerrado profundamente, sintiendo el olor de la tapicería, tan familiar, el olor de los plásticos que conformaban el habitáculo. Aunque el coche ya tenía unos años, aún no había perdido su característico olor. Eso le sorprendió y se fijó que estaba recordando el día en que lo estrenó. Se vio así mismo, lo feliz que fué los primeros días con su auto nuevo, ultimo modelo. Pensó en la importancia de los olores, podría decirse que permanecen en la memoria incluso cuando no les prestas atención.

          Decidió que hoy sería un día diferente, hoy iba a permanecer atento a su conducción. Se le antojó un experimento curioso, quizás divertido. Llevó la mano derecha al pomo de la palanca de cambios y sintió en sus dedos el tacto suave, y cálido de la piel, un tanto pegajoso. Puso la marcha un instante después de empujar el pedal del embrague con su pie izquierdo. Sintiò la tensión de su pierna al realizar ese pequeño y ligero gesto y escuchó el tamizado sonido de la marcha al entrar suavemente en la caja de cambios. Al tiempo que liberaba el pedal del embrague, presionaba el pedal del acelerador. ¡Que sensación! Lo había hecho tantas y tantas veces, que no se había fijado en lo mágico que resultaba. El vehículo se estaba moviendo, y se deslizaba. Se dió cuenta que instintivamente sus pies volvían a bailar junto con su mano derecha para volver a engranar la segunda marcha, y volvió a sentir como el coche liberaba la tensión acumulada aumentando su velocidad en el suave deslizar por la carretera. Era como si infinitas fuerzas potenciales se pusieran ahora en armonía sutil. Jamás podía haberse imaginado que la conducción fuera una danza tan profunda.
          ¿Cómo había llegado a eso?, se preguntó mientras a su mente afloraban los recuerdos abotorgados de sus primeros días de conductor, donde sentía esa ligera ansiedad de estar manejando esa estructura de metal y caucho con un potencial dinámico inexplorado. Dejó de lado la experiencia de los cambios de marchas para centrarse en la sensación de conducción. Sus manos, y pies, su vista y oídos permanecían atentos de forma inconsciente mientras él iba evolucionando con su auto por la despejada carretera secundaria. Sintiò como su mirada barría con efectiva clarividencia todo lo que había en su entorno, era capaz de observar detalles que ni siquiera podía imaginar, su vista iba del margen de la carretera, el entorno, la propia calzada, se concentraba en la lejanía, volvía al espejo retrovisor, a los indicadores de velocidad y de nuevo a la calzada. Incluso tuvo tiempo de admirar el vuelo de un ave allá en el cielo mientras dedujo que los campos que se extendían allá en el horizonte eran a la derecha de amapolas y girasoles a la izquierda. Se sorprendió que pudiera percibir tantos detalles a la vez mientras conducía su vehículo. Se maravilló de cuantas cosas se perdía por no estar concentrado en sus percepciones cada vez que subía al coche.
          Sintió la vibración en todo su cuerpo, la sensación cinética de deslizarse a través del basto espacio. Los ruidos sordos de los neumáticos y el motor, y el crujir del interior. No pensar en otra cosa que no fuera los eventos que ocurrían en la conducción le estaban llevando a una dimensión para él desconocida. Se acordó en ese instante de un famoso anuncio de marcas de coches, por lo que bajó la ventanilla y sacó la mano por fuera, dejando jugar su mano desnuda y su camisa arremangada en el
antebrazo, con el viento que creaba el propio avance del vehículo. Sintió profundamente la emoción y el placer, si dejaba la mano muerta el viento la impulsaba hacia atrás, si alisaba la palma de la mano contra el viento sentía su resistencia y si abría los dedos notaba como el viento fresco jugaba entre sus largos dedos. Fue un trayecto apasionante, en que no se perdió en pensamientos cotidianos sin sentido, sino que disfrutó enormemente de las sensaciones que algo tan cotidiano como conducir, podían causarle. Se sorprendió gratamente y se prometió a sí mismo volver a repetir. Permanecer en presencia, observar cómo su brazos, piernas y sentidos, eran capaces de ejecutar tan armónicamente un acto tan reflejo como la conducción le pareció maravilloso. Es en lo cotidiano, es en lo pequeño, donde más puedes sentir lo maravilloso de las percepciones. Se prometió a sí mismo volver a realizar aquel pequeño juego, aquella ligera experiencia, ese momento de sentir profundamente algo tan aparentemente banal.

SAMSARA
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El pie descalzo. SAMSARA

     Con cada paso se le clavaban en sus pies descalzos millones de agujas. Era como si diminutos cristales penetraran su piel y su carne y le atravesaran provocándole un calambre que le recorría desde los pies hasta su médula espinal. El agua estaba fría como el hielo, y sentía que sus dedos estaban ya entumecidos. Además las plantas de sus pies las notaba tensas, como a punto de romperse, de lacerarse. Pero era solo una sensación, porque sabía que nada de eso iba a ocurrir.

     Sus huellas quedaban marcadas a lo largo de la desierta playa, a veces borradas por las propias olas que iban barriendo la estela que iba dejando al caminar, como si fuera el camino de toda una vida, que a veces por el infortunio también era borrado y olvidado por alguna ola purificadora.

     Era muy temprano, pero el sol empezaba a calentarle tímidamente la parte posterior del cuello, los hombros y la espalda. Caminaba sintiendo profundamente cada uno de sus pasos, con la atención puesta solamente en ese mágico momento. Había salido pronto de casa en un día normal de entre semana, mientras su pareja seguía durmiendo, al abrigo del caluroso edredón. Era ese momento del año en que si te abrigas mucho sudas, y si te quitas ropa pasas frío.

     El rugir del mar y las olas era suave y dejaba escuchar el sonido de las aves marinas. Una golondrina de mar chillaba a sus espaldas, con voz aguda, como si se estuviera riendo, mientras pasaba veloz a ras de mar, entre las olas. No era la única persona que había madrugado, pues pudo ver algún esforzado corredor a pocos metros en el paseo marítimo. Aunque a ninguno se le había ocurrido la "locura" de meter sus pies en el agua en esa mañana, fría aún, de primavera.

     Su calzado deportivo iba dándole golpecitos en las caderas, pues las había atado por los cordones y las llevaba colgando a modo de bandolera sobre uno de sus hombros. Los pantalones de algodón los llevaba arremangados por la pernera. Como los pescadores. Aunque estaban ya empapados hasta las rodillas, puesto que era imposible no mojarse. Sus pies se hundían sobre la arena mojada y cuando los levantaba en el siguiente paso salpicaba agua y arena sobre sus propias piernas.

     Le encantó la experiencia, que no había planificado con anterioridad, y se dijo para sus adentros, que volvería a repetirlo. Sentía la soledad del momento, las sensaciones que le proporciona el momento presente. La ausencia de pensamientos que le proporcionaba sentir el ligero pero penetrante dolor de sus pies. La frialdad del agua en contraste con el calor que su cuerpo empezaba a sentir. La audacia, aunque pareciera baladí, de vivir esa experiencia en un día normal de una vida normal, lo había convertido en algo extraordinario.

     Se paró, cerró los ojos, sintió el dolor. Lo inspiró, tomando el aire desde su abdomen, y lo exhaló largamente, con un suspiro lento, mientras abría los brazos a la vida, a los sentidos, a la consciencia absoluta de formar parte de ese instante vivido, y que sabia no iba a poder perpetuar. Así lo sintió y así lo grabo en sus memorias, sanando con seguridad muchos momentos no tan presentes. Muchas instantes que nunca jamás volverán a ocurrir.

     Abrió los ojos, feliz por saber, que a pesar de ello, aún tenía otra infinidad de experiencias que vivir, infinidad de sensaciones que sentir. Y siguió caminando por la fría orilla del mar, por la efervescente rompiente de las olas de primavera...

SAMSARA

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El Rompeolas. SAMSARA

Permanecía sentado encima de la amplia piedra. Sentía la dureza de la superficie fría al contacto de su trasero, y el frescor le hacía sentir vivo. Además, contrastaba con el calor del ambiente. El sol estaba en todo lo alto del cielo, el cual brillaba intensamente azul, en un precioso día de primavera. Ahí estaba él, sobre una gran roca del espigón del puerto. Rodeado de otras grandes losas similares a la que había elegido para tumbarse. Las grandes rocas dispuestas en hilera, hacían de dique y dejaban en calma y al abrigo las aguas internas del puerto, protegiéndolas de los embates del mar abierto.

Se le había ocurrido la idea hacía poco rato. Hacia una hora aproximadamente. Decidió bajar al puerto de su localidad, con un libro en la mano para disfrutar unos minutos de un precioso día. La verdad es que ahí, expuesto a la intemperie sobre las enormes losas del puerto, hacía más frío del que se imaginaba mientras caminaba sobre el asfalto cuando se dirigía al rompeolas. La brisa marina soplaba más fresca ahí, al borde del mar, que en el interior del pueblo, a solo pocos metros. Por lo que la ropa que llevaba era insuficiente para abrigarse. Por suerte el sol calentaba, y pronto se habituó. 

¡Que sensación maravillosa! Exhaló el aire en un prolongado suspiro, dejando ir las emociones del día, mientras se tumbaba recostándose hacia atrás, con las manos entrelazadas en la nuca, a modo de cojín. Había dejado a un costado el libro que había llevado para leer un rato. Cerró los ojos, al tiempo que inspiraba el aire húmedo con el característico olor a salitre y a mar. Sentía el contraste del frío sobre su espalda, que le subía a través de la ropa desde la losa, con el calor del sol sobre su pecho, que le irradiaba como si fuera una manta térmica invisible. Se estremeció de un ligero placer, recorriéndole un escalofrío desde fuera de su piel hasta el núcleo de sus entrañas. 

Sentía ese momento profundamente mientras escuchaba hipnotizado el batir de las suaves olas sobre las piedras. Rítmicamente. En infinita constancia. En inagotable batir. -Tal y como la vida es desde el inicio de los tiempos-, pensó. Universo eterno, permaneciendo en movimiento constante, inalterable, por encima y a pesar de quién por unos instantes halla reparado en ello, como él en este preciso momento.

Pasaron unos minutos, no sabría cuantos, puesto que se adormiló. Esa sensación como que no estás ni despierto ni dormido. Quizás estás en ese límite entre la vigilia y el sueño. Se movió ligeramente, sintiendo la incomodidad de la dura e irregular superficie, y notó como algo se deslizaba por la losa con una fricción ligera. Abrió los ojos sobresaltado, y vio escurrirse su libro, hacia abajo por una grieta entre las grandes piedras. Al quedarse adormilado, posiblemente el libro le había ido cayendo sin poder hacer nada por evitarlo.

-¡Vaya!- Exclamó, mientras se tensaba. -¡Con lo bien que estaba hace unos segundos!- En cualquier otro momento hubiera exclamado alguna maldición y echado pestes por su mala fortuna. Pero sin saber muy bien porqué, se quedó mirando desde arriba, con su cuerpo medio girado sobre la roca apoyado sobre un codo y con cara divertida, dejando ir un largo y pausado suspiro. Dejó el momento de improvisada meditación, y en seguida, desde su atalaya, empezó a activar su mente para ver cómo podía recuperar su libro. 

SAMSARA


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La Cocina. SAMSARA

     Se movía rápidamente de un lado a otro, aunque en todo momento sabía lo que estaba haciendo, mientras canturreaba una canción. Cortaba los ingredientes sin vacilar, con un buen cuchillo, y los lanzaba sobre la chisporroteante cazuela con alegría y desenfado, como si no tuviera mayor transcendencia. Aparentemente. Porque un observador se daría cuenta enseguida de que estaba absolutamente concentrado. 
     Miraba a sus amigos con picardía, mientras charlaba de esto o de lo otro, pero podría asegurarse que no hacía nada en su cocina, que no fuese fruto de la inspiración. Ahora cogía esto, lo cortaba, ahora cogía lo otro, lo troceaba, y respirando profundamente los iba mezclando con gracia y arte. 
     Un aroma untuoso se elevaba desde los fogones, era una aroma profundo, que te incitaba a permanecer absorto, a observar la escena con la ilusión y la curiosidad de esperar cual sería el próximo movimiento, y como lo realizaría. 
     Él estaba completamente abierto a las respuestas que surgían desde su interior. Es como si cocinara desde el alma, ahora giraba sobre sí mismo, ahora cortaba unas alcachofas, ahora troceaba unos tomates, mientras seguía canturreando. 
     Fluía constantemente, y veías como se preguntaba a sí mismo, cerrando los ojos mientras con su dedo índice se tocaba los labios, en actitud reflexiva. De repente abría los ojos, y se lanzaba sobre la despensa o sobre sus cajones. Había escuchado su respuesta. Abría el cajón de las especias, tocaba cada uno de los tarros, hasta que sus dedos se cerraban sobre uno de ellos. Su cuerpo hablaba, no su mente. Sus sensaciones le dictaban la cantidad, los ingredientes e incluso hasta las vueltas que daba a su cuchara de madera sobre la cazuela.
     En otro de los fogones se estaba cociendo algo más, él lo apagó con diligencia y dejar reposar el contenido sobre los mármoles adyacentes. Se manejaba con fluidez, con la armonía de quién dominaba sus tareas, con la soltura de quién, dejando aflorar sus percepciones de alquimista, creando su propia receta.
     Los amigos seguían su ritmo de conversación, observándolo. Él intervenía de tanto en cuanto, sin distraerse de su faena. Trabajo que lo absorbía y magnetizaba y que le hacía sentir la transcendencia de su labor. Él estaba ofreciéndoles lo mejor de sí mismo, con esa media sonrisa, con ese amor que se entreveía mas allá de sus movimientos.
      Los aromas inundaban su cocina, y su presencia inundaba las miradas, mientras con la misma diligencia que había cocinado, iba colocando los platos sobre la mesa, los cubiertos, vasos, servilletas, agua. Ellos también lo ayudaban a poner la mesa. ¡Que menos! 
     Pronto todo estuvo preparado, era una comida sencilla, sin grandes florituras, pero hacia un aspecto buenísimo. Era el resultado de su sabiduría, la consciencia, el fluir desde el corazón, y el amor por sus amigos.
    Cuando todos degustaron la comida, pudieron sentir la alegría en sus corazones, sintieron elevar sus almas, mientras se miraban y asentían entre ellos, mostrándole al cocinero, sus reverencias y reconocimiento. 

SAMSARA

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La Libertad. SAMSARA

     El viento despeinaba su melena rubia, los cabellos se le venían hacia adelante y se le enganchaban en el sudoroso rostro. Sus mejillas se arrebolaban enrojecidas, y en su boca se expresaba una feliz sonrisa. Respiraba de manera entrecortada, con el ritmo pausado de sus zancadas. Notaba el impacto del suelo en cada uno de sus pies, en alternancia: uno, otro, uno, otro... La sensación subía por sus musculadas piernas con cada paso. Su pecho y su abdomen sentían la presión de la respiración fuerte, y ella notaba como el aire fresco penetraba en su boca y pasaba a sus pulmones, y al mismo tiempo le venía a la cabeza, se suponía que por analogía, la rítmica imagen de la caldera de una locomotora de carbón, dejando atrás un rastro de vapor de agua.
     Aprovechaba esos momentos en los que practicaba su deporte favorito, para dejar ir la mente y no pensar en nada. A veces se ponía la música en los auriculares, y a veces lo hacía sin ellos para poder sentir aún más las sensaciones físicas, sin distracciones y en plena atención a lo que su cuerpo le sugería. Había días que le apetecía correr más fuerte, sin embargo, hoy había decidido un ritmo lento, pues el fuerte viento que soplaba le dificultaba el paso. Sentía el frescor húmedo y el aire frío que venía desde el mar, mientras ella trotaba por el paseo marítimo. Se cruzaba con otros esforzados deportistas, a veces adelantaba a alguien, y a veces era alcanzada por otros. Pero no sentía espíritu competitivo, pues cada uno iba a su aire, sin más.

     Apareció una ligera punzada en su costado, típica sensación de cuando haces un esfuerzo, aunque la experiencia le había enseñado que si seguía corriendo se le pasaría. Pero esta vez prestó de nuevo atención a esa sensación, sabía que si lo hacía se olvidaría de otros temas más mundanos. Cuando solía ir a correr, procuraba siempre hacer ése ejercicio, que la mantenía anclada cíen por cien en el momento presente. Para ella correr era una sensación soberbia, excepcional, era lo más parecido a volar que se le ocurría, el viento, la libertad, la falta de prejuicios, olvidar los problemas cotidianos del trabajo, la elevaban de manera sublime por encima de la realidad. Era un pequeño momento para disfrutar de sí misma, ni jefes, ni compañeros, ni siquiera su novio... solo ella misma y las sensaciones que le provocaban correr a buen ritmo cerca de la playa.

     Si tu, lector, pudieras observarla sin más, allí la verías a ella. Bregando contra la inclemencia, sintiendo como el calor de su cuerpo se esfumaba con cada racha de fresco viento, con cada paso que daba. Y así, olvidando el mundo, la verías seguir avanzando. El espíritu libre, la sonrisa en su rostro, el paisaje a sus pies...

SAMSARA
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